Mié. Sep 18th, 2024

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Domingo XXIII del Tiempo Ordinario. B. “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

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EVANGELIO DEL DOMINGO

Hoy el Evangelio es una invitación a acercarnos a Jesucristo, con conciencia de cristianos sordomudos, a pedirle que su gracia nos cure y remedie nuestros males.

La primera lectura se toma del libro de Isaías y forma parte del llamado pequeño Apocalipsis de ese libro (cc. 34-35); como tal se expresa en unas imágenes que pueden sorprendernos de parte de Dios. Probablemente estos capítulos no pertenecen al gran profeta del s. VIII a. C, sino que corresponderían mejor a los tiempos del Deutero-Isaías, que es quien continua el libro. Lo que verdaderamente llama la atención es la actuación personal de Dios sobre la ciudad de Sión-Jerusalén, que ha sido sometida al desastre.

La mentalidad de los profetas verdaderos, al juicio siempre sigue la salvación, la restauración, ya que el juicio de Dios nunca es definitivamente de destrucción, ni sobre las personas, ni sobre los pueblos.

Los que están viviendo la depresión, serán curados por la salvación de Dios; los que padecen un mal físico serán liberados. Y todo culmina con la expresión del agua en el páramo, en la estepa, en el desierto. La vida es el signo más claro y contundente de la vida en un pueblo rodeado de desiertos.

La vocación del cristiano es la de estar abierto a la Palabra y a la confesión de fe. El rito del Effetá es, todavía hoy en el ritual del bautismo, un gesto que nos recuerda esta vocación fundamental.

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El enfermo que se acerca a Jesús es siempre representante del dolor y la esperanza de la humanidad entera, es la descripción simbólica de nuestra indigencia.

El gesto de Jesús es como un sacramento del amor de Dios que significa la Plenitud que él da, es un signo de la vida que se suscita en el corazón de todos los hombres. Hoy se acerca a Jesús un sordo y mudo. Y Jesús le toca y le cura.

El sordo-mudo es signo, además, de otra realidad: los hombres acostumbramos a vivir encerrados los unos para con los otros, ignorándonos, pasándonos mutuamente de largo; no nos sabemos escuchar y no nos sabemos hablar.

Los signos con que los profetas habían descrito los tiempos mesiánicos se están cumpliendo: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan, los mudos hablan. La vida se pone en marcha como en un desierto convertido en huerta.

La curación supone para el afectado una especie de resurrección, un nacer de nuevo al mundo de los hombres y sus relaciones. Queda abierto a la palabra divina y recibe posibilidad de responder a ella.

La Iglesia conserva el signo de Jesús: En la liturgia del sacramento del bautismo se conserva la palabra y el significado de este gesto de Jesús. Este mismo signo del “Effetá” ha quedado incorporado en el ritual del bautismo para significar el deseo de que el nuevo cristiano tenga el oído bien dispuesto para escuchar la palabra de Dios y la lengua bien dispuesta para dar testimonio de su fe.

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Sobre el niño, o el adulto, que va a ser bautizado o ya ha sido bautizado, el sacerdote señala su oreja y pronuncia el “effetá”, ábrete. Por el bautismo el hombre está en la mejor disposición para escuchar la palabra de Dios. La fe ha de entrar por el oído, como recuerda el apóstol san Pablo.

La segunda lectura nos recuerda Santiago la importancia de atender el prójimo, de escuchar y acoger a los pobres. es una de las exhortaciones que ponen de manifiesto el objetivo pragmático de esta carta cristiana. La polémica que provoca en la comunidad la división de clases, la atención a los ricos en detrimento de los pobres, es un problema tan viejo como la vida misma. Pero es ahí donde la comunidad cristiana tiene que mostrar su identidad más absoluta.

La fe debe mostrarse en la práctica, porque de lo contrario la fe se queda en una cuestión ideológica y es eso lo que en nombre del Señor no se puede justificar. Los pobres, en la asamblea, deben tener la misma dignidad, porque en ella son elevados a la dignidad que el mundo no quiere otorgarles, pero la comunidad cristiana no puede caer en el mismo favoritismo por los ricos.

El evangelio de Marcos (7,31-37) nos narra la curación de un sordomudo en territorio de la Decápolis (grupo de diez ciudades al oriente del Jordán, en la actual Jordania), después de haber actuado itinerantemente en la Fenicia. Se trata de poner de manifiesto la ruptura de las prevenciones que el judaísmo oficial tenía contra todo territorio pagano y sus gentes, lo que sería una fuente de impureza. Para ese judaísmo, el mundo pagano está perdido para Dios.

Pero Jesús no puede aceptar esos principios; por lo mismo, la actuación con este sordomudo es un símbolo por el que se va a llegar hasta los extremos más inauditos: Va a tocar al sordomudo. No se trata simplemente de una visita y de un paso por el territorio, sino que la pretensión es que veamos a Jesús meterse hasta el fondo de las miserias de los paganos.

El valor de los milagros no está en que sean acciones sorprendentes, sino en que son signos de la posibilidad que tiene el hombre de poder llegar a una plena realización personal, en la que no haya enfermedad ni limitación de ningún tipo. Jesús no hace milagros para demostrar que es Dios, sino para mostrarnos hasta el fondo el proyecto de hombre que tiene Dios.

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“Le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”. Jesús no quiere hacer magia. Los gestos que realiza eran comunes entre los curanderos de la antigüedad, que atribuían a la saliva propiedades curativas. De esta forma se acomoda al pensamiento del pueblo y no deja duda alguna de su intención de curarlo.

Todo eso no es más que la preparación: la curación la va a realizar por su palabra, después de haber elevado los ojos al cielo -gesto de oración- para pedir la ayuda del Padre y en comunión con él.

El “suspiro” de Jesús hemos de entenderlo como una profunda participación suya en la miseria humana, que aparece dramáticamente evidente en aquel hombre.

La fórmula “ábrete” la dice en arameo, que el evangelista traduce para sus lectores, conservándola en el texto. Es una palabra que no se dirige a los órganos enfermos, sino al mismo paciente.

En la mentalidad judía es todo el hombre el que está enfermo, y cuando se cura, la salud penetra también en los órganos dañados. Por antiguo que sea el relato y por extraño que pueda resultarnos, el cuadro constituye una imagen adecuada de lo que ocurrió con la curación que Jesús llevó a cabo: todo el hombre ha quedado sano.

Las dolencias que deforman la creación de Dios quedaron eliminadas, volviendo a aparecer en toda su originalidad la creación de Dios. Al principio de la creación, Dios todo lo hizo bien (Gén 1,31); en el día de la consumación todo lo hará nuevo  (Ap 21,5). La curación es un signo de esa nueva creación que Dios realizará algún día.