JESÚS: ENTRE LA ADMIRACIÓN Y EL RECHAZO
3 min readEVANGELIO DE HOY: 30/1/22 (Lc 4,21-30).
Hoy se nos presenta la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret. La primera reacción de la comunidad es de admiración ante las palabras que salían de su boca. ¿Qué gracia emanaba de la boca de Jesús? Podemos situarnos en el conjunto de las lecturas: todo vocero de Dios viene con la fuerza de la elección divina desde antes de salir del seno materno. La predicación no se improvisa; porta la unción del cielo, con la fuerza del Espíritu Santo.
Todo esto, en el caso de Jesús se hace más patente. Él no es sólo un profeta, es el Hijo de Dios. Su mensaje es deslumbrante, inédito, seductor. Sin embargo, un detalle interrumpe tal encanto: “es el hijo de José”, un vecino, un carpintero, un compueblano. La imagen de Dios cercano, cotidiano, se vuelve escándalo y de ahí el rechazo.
No por casualidad los consejos proféticos de Dios a sus escogidos: “Cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que te mando. No les tengas miedo…”. Dios conoce el corazón humano, su tendencia al orgullo y a la soberbia son innegables. Toda misión divina tiene sus consecuencias y su martirio. Pero, el Dios que da la vocación también asume la responsabilidad de la misma. Por eso, a quienes destina les convierte en “plaza fuerte”, “columna de hierro”, “muralla de bronce”, imágenes que hablan de su protección.
Jesús tiene raíces suficientes para soportar el rechazo de su comunidad de origen. La raíz de Jesús es el amor. Como nos asegura Pablo: “Ya podría hablar las lenguas… tener el don de profecía… si no tengo amor no soy nada”. Nos queda claro que el amor de Jesús es exigente. Como médico extraordinario se va hasta el fondo de los males para curar la enfermedad en su origen. La medicina de Jesús es su Palabra. Ella interpela y cuestiona para hacer recapacitar, pero deja la libre decisión de aceptar o no la cura.
El Salmo 70 nos permite rezar con actitud de abandono y confianza. Nos hace meditar en esa presencia divina que cobija el “SÍ” que damos al Señor. Este Salmo nos presta las palabras necesarias para comprometernos con Dios: “Mi boca contará tu Salvación”.
Es el compromiso de quien ha sido vocacionado desde el bautismo para, en Jesús, predicar su Palabra. Oremos con estas frases hermosas: “A ti, Señor me acojo”, “Sé tú mi roca de refugio”, “En el vientre materno ya me apoyaba en ti”, “en el seno tú me sostenías”. Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén.
- ¿Me dejo sorprender por las cosas de Dios: su cercanía, su expresión cotidiana, sus detalles, sus designios?
- ¿He sufrido alguna confusión de identidad: entre el mensaje y el mensajero?
- ¿Cómo vivo la vocación desde el seno comunitario donde habito?