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EL FUEGO Y LA DIVISIÓN QUE JESÚS NOS TRAE.

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EVANGELIO DE HOY: 20/10/22 (Lc 12,49-53).

El pasaje de este día comienza diciendo: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. El fuego que el Señor trae es el fuego purificador. Aquel necesario para calentar las frialdades de la fe. Sin este fuego nada del Reino se hace; él pone remedio al desánimo, seca la cobardía, quita el miedo, espabila la esperanza. Es el fuego que pone todo en movimiento hacia el Padre. Por eso, Jesús expresa su deseo de que ya estuviera ardiendo.
 
 El Señor nos quiere encendidos por el Espíritu. Pero primero tuvo que pasar por un bautismo, el cual le generó angustia hasta que se cumpliera. Se trata de su divina pasión. Ese fuego santo que nos regala ha tenido un precio alto. Un precio de cruz. Alguien se ha sacrificado para que la tibieza no nos consuma.

Él se ha convertido en leña para que nuestra noche tenga luz. Se ha consumido para que veamos claro en medio de las tinieblas. Queda a nosotros dejarnos alcanzar con su chispa, una chispa santa que nos toque el corazón, con esto basta para se esparza por el bosque de nuestras vidas.
 
Donde hay fuego divino las personas se dividen; no todas se dejan quemar. No todas entran en la dinámica del proceso purificador. El resplandor puede ahuyentar. El fuego no alcanza a los que están distantes. La separación del fuego genera pasividad ante el Reino, y esta es la “paz” que el Señor denuncia. Él no viene a traer la “paz” de la no implicación, de la comodidad, de la falta de compromiso.
 
El fuego del Señor trae división porque los quemados por Él saben escoger los lugares donde se sientan, las reuniones en las cuales participan, los amigos con los que planifican la vida, los criterios por los que se rigen. En fin, no los condicionan ni siquiera los lazos familiares; caminan con los que se han dejado quemar. En medio de una sociedad que promueve la frialdad espiritual, nuestra fe tiene que estar ardiendo para provocar el incendio hasta en los corazones de “leña verde”.
 
Señor, no han sido pocos los aguaceros que han atentado contra este fuego que has encendido en nosotros. Que siga ardiendo. Danos la valentía de dejarnos quemar cada día. Que el resplandor de tu gloria sea visible mediante nuestro testimonio. Deseamos que cada vez más las divisiones se disminuyan, porque a todos nos envuelva el resplandor de tu gracia.

1. ¿Cómo está mi fe: caliente, encendida, ardiendo?
2. ¿Estoy “cargando leña” para que no se apague el fuego divino en mi corazón?
3. ¿Soy chispa de Dios en la sociedad donde vivo?