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EL SUFRIMIENTO DEL INOCENTE

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LECTURAS DE HOY: 24/3/23 (Sab 2,1ª.12-22; Sal 33; Jn 7,1-2.10.25-30).

Las lecturas ya comienzan a enfatizar la controversia entre Jesús y los judíos que tramaban su muerte. Los textos nos permiten una radiografía de lo que sucede con las personas que, sinceramente, se disponen a servir y a ser fieles al Señor. A estas personas, el libro de la Sabiduría les llama “justas”.
 
La persona justa resulta incómoda. Es lo primero. Su presencia molesta. Aunque estuviese con la boca cerrada, su vida se torna denuncia. La rectitud que le distingue nace porque se rige, no por su propia cuenta, como dirá Jesús en el evangelio, “Yo no vengo por mi cuenta”. Los servidores del Señor son una sola cosa con su voluntad. Tienen los mismos intereses de Dios.
 
El justo no tiene una presencia alienante, sino que se opone a las malas prácticas, a la falta de ética. Tiene identidad clara, se sabe hijo o hija de Dios. Reprocha las ideas erradas. Lleva una vida distinta. Su aprobación no llega de este mundo, su esperanza se afianza en la bienaventuranza, la felicidad prometida para los que perseveren hasta el final.
 
La persona justa, puede ser comparada a la persona inocente. Es inocente quien no tiene nada qué temer. Se ha hecho rostro de la causa de Dios. Pero a la hora del desquite, los contrarios no pueden pegarle a Dios, sino que lastiman directamente al inocente hasta desfigurarlo. Es ahí donde le asiste el don de la fortaleza. Dios sufre con el que sufre.
 
Asistido por la fuerza del Espíritu, se entiende la paciencia del inocente que espera en el Señor y con Él camina. Como dice el Salmo, “El Señor está cerca de los atribulados”. Él mismo se enfrenta con los malhechores. Porque el grito de quien sirve al Señor siempre es escuchado; cuida cada uno de sus huesos. Jesús es el inocente de Dios. Iba por los caminos sembrando verdad y vida e intentaban agarrarlo para tramar su muerte.
 
Señor: que cuando me toque sufrir algo por tu causa no quede yo desesperado, angustiado, como la gente que no tiene fe ni confianza. Dame la paciencia de aquellos que esperan en ti mientras se van gastando en el servicio de tu Reino. Que seas tú mi defensa. No me toca defenderme ni abogar por mí mismo. Saca la cara por mí, Señor, porque yo, en mi pobreza, intento defender lo tuyo. Mi deseo no es llevar una vida distinta, pero si seguirte a ti me hace ser diferente, ojalá seamos cada vez más «los diferentes» hasta el punto de que no existan distinciones, porque todos compartimos tu inocencia.

1. ¿Qué actitud tengo ante el sufrimiento inevitable? 
2. ¿Tengo paciencia para llevar la cruz que me toca? 
3. ¿Llevo una vida distinta, a la luz de Cristo, o tengo miedo de ser diferente?