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NO DESCUIDAR LA ORACIÓN NI LA PALABRA.

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LECTURAS DE HOY: 22/4/23 (Hch 6,1-7; Sal 32; Jn 6,16-21).

“La vida de oración y la predicación de la Palabra” era prioridad para la comunidad cristiana primitiva. Les surgió, en este sentido, una controversia: dichas prioridades estaban en riesgo, porque los cristianos crecieron en número, y también creció el trabajo de asistencia social, innegociable. No podían dejar la asistencia a los más pobres, y menos aún dejar de orar ni de predicar, porque sin la oración todo predicador se queda seco y vacío. Un corazón vacío no tiene nada importante que decir, y si lo dice no quema y, al no quemar, el mensaje carece de convicción y fuerza para convertir.
 
Los apóstoles se sentían responsables directos de conservar y extender la fe, porque habían sido los primeros testigos de Jesús. Quisieron reservarse para esta delicada tarea, que exigía, literalmente, predicar la Palabra. Decidieron desapegarse del importante servicio social, para confiarlo, no a cualquier persona, sino a gente llena del Espíritu y de sabiduría. Para que, unos predicando (expositivamente hablando) y otros sirviendo a otro estilo (que también es predicación), mantuvieran la unidad y la comunión. Los Hechos nos sitúan ante el fino discernimiento de la vocación carismática a la que cada integrante de la comunidad está llamado.
 
Cuando los apóstoles eligieron a siete personas con un mismo perfil creyente, en vez de solucionar, la cosa se complicó para bien. Los siete elegidos resultaron tremendos predicadores. Ahí tenemos a Esteban, el primer mártir del cristianismo, a Felipe que fue capaz de irse a evangelizar hasta Samaría, donde los mismos de raíz judía no pudieron llegar… Y es que Cristo resucitado se hace presente en cada corazón, y donde Él habita no puede haber boca silenciada, sino pregonera de la gracia.
 
Recuerdo que Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, era partidario de que los frailes de definida vocación predicadora no fuesen empleados en servicios administrativos. El oficio de la predicación no puede detenerse, porque el Espíritu mueve y desinstala a quien ha escogido para la tarea. A cada uno de nosotros nos toca también discernir desde dónde el Señor nos llama y nos necesita. ¿Qué puedo realizar por el Reino que otros no pueden hacer?
 
Todo lo anterior confirma que vida y palabra están unidas. Como repetía san Francisco: “Prediquemos primero con la vida y, si hace falta, con la Palabra”. La vida misma predica, y la predicación va soportada por la vida. “Uno es maestro de la Palabra cuando es testigo con su vida” (Pablo VI).
 
Jesús, en el evangelio nos dice: “Soy yo, no teman”. Él es quien dirige la barca en medio de la oscuridad y de los fuertes vientos. Él es quien llama, quien envía, quien asume responsablemente los retos vocacionales con lo que el Espíritu nos distingue. Con razón dice el salmista que los ojos del Señor están puestos en sus fieles.
 
1. La tarea que realizo en mi comunidad cristiana ¿es coherente con el don de mi vocación? 
2. ¿El activismo me ha llevado a descuidar la oración? 
3. ¿Cuál es mi manera de predicar? 
4. ¿Cómo vivimos la unidad, en un mismo Cuerpo, los diversos carismas que el Espíritu ha suscitado en la Iglesia? 
5. ¿Tengo miedo de predicar? ¿Qué me dice el Señor, hoy?