Desierto, Monte y Templo: Espacios de Encuentro con Dios
5 min read“Iremos tres jornadas de camino por el desierto, y allí ofreceremos sacrificios a Yahvé, nuestro Dios, según Él nos mandare” (Ex 8,23).
Desierto
Desde la perspectiva bíblica, el desierto, el monte y el templo son lugares de encuentro con Dios. El desierto es un lugar de soledad y silencio. Nos conduce a adentrarnos en nosotros mismos y a reflexionar hacia dónde nos dirigimos; cuál es nuestra meta; cuáles serán o pueden ser los obstáculos o dificultades que me puedo encontrar en mi caminar, etc. El desierto nos empuja a tomar la decisión de iniciar el camino, con fortaleza y constancia.
El detenerse en el desierto no es opción ya que implicaría morir. En el desierto, Dios habló a su pueblo como de una esposa: “Me la llevará al desierto, le hablaré al corazón” (Os 2,16). La cuaresma es por esto un tiempo de desierto. Nos impulsa a la soledad y el silencio. Alejarnos del ruido, la bulla, lo estruendoso de nuestra cotidianidad. Nos invita a adentrarnos en la reflexión profunda interior para no seguir siendo superficiales.
La cuaresma nos confronta hacia dónde vamos, nos conduce a la renovación de nuestras metas, nos ayuda a profundizar en los ideales de nuestra vida, salir de la rutina, que nos lleva siempre a olvidarnos y caer en la mediocridad. El desierto cuaresmal nos lleva a entrar en contacto directo con la Palabra de Dios, para reflexionarla y asimilarla, porque nuestro ideal, nuestra meta es Cristo, que nos lleva a pensar y vivir como Él en sentido de santidad: “sean santos, porque su Padre celestial es santo”.
Pero el desierto verdadero no está tanto fuera de nosotros, sino más bien dentro de nosotros. ¿Cómo podemos hacer este desierto interno? Nuestra Iglesia nos recuerda por esto el ayuno. Ayuno que no sólo hay que entenderlo en el sentido de la privación de la comida y manjares, sino que nos debe de conducir a otros tipos de sacrificios.
Sin menospreciar lo anterior, hoy se nos pide también que aprendamos a ayunar de las murmuraciones y del bullicio, de las imágenes que nos conducen a la violencia, al desenfreno, a las apetencias de nuestras pasiones, a la perversidad. San Anselmo de Aosta decía: “Ea, pues, mísero mortal, huye por breve tiempo de tus ocupaciones, deja por un poco de tiempo tus pensamientos tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y pon aparte tus fatigosas actividades. Escucha un poco a Dios y descansa en Él. Entra en lo íntimo de tu alma, apartándolo todo, excepto a Dios y lo que te ayuda a buscarlo y cerrada la puerta, dile a Dios: busco tu rostro. Tu rostro busco Señor”.
La cuaresma es un tiempo de recogimiento personal en una especie de desierto. Y es en el vacío del desierto que logramos la intimidad con Dios. Su silencio y soledad favorecen el recogimiento. La escasez de alimentos nos hace sentir hambre de la palabra de Dios. Sus noches estrelladas nos inspira elevar oraciones a Dios. Su ardiente calor en el día nos provoca una sed profunda de Dios.
Monte.
El monte o cima nos recuerda la cercanía de Dios en las alturas. Abraham subió al monte Moira para sacrificar a su único hijo Isaac a Dios, según su mandato. Pero allí, al ver Dios la confianza de Abraham en Él, lo bendijo abundantemente. Moisés recibió las tablas de la Ley en el Monte Sinaí. Subir al monte es recorrer el camino; implica cansancio, esfuerzo, fatiga. A nosotros también nos toca confiar en Dios. No se trata de darle algo a Dios para así contentarlo. Es todo lo contrario: Dios nos da para que seamos felices. Se trata de entregarlo todo y quedarnos sin nada, aunque sea difícil: “Den y se les dará; una medida buena y apretada y remecida y rebosante se les volcara en el seno..” (Lc 6,38).
En el monte o la cima, nos disponemos mejor para escuchar a Dios. El mandato de Dios de “escuchar” a su Hijo, está lleno de amor para con el hombre. Escuchar a Cristo es un privilegio y un don. El Señor siempre nos habla, pero debemos de preguntarnos ¿dónde habla el Señor para poder escucharlo?
Templo.
Y es que la voz del Señor habla sobre todo a nuestra conciencia, porque la conciencia es la voz de Dios. Pero cuidado, porque también podemos manipularla de tal manera que la hacemos decir lo que a nosotros nos guste. La podemos deformar por nuestro egoísmo. Por ello es necesario que sea iluminada y guiada por el evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. Y es que la vida cristiana se enriquece al poner en práctica en nuestra vida cotidiana, las enseñanzas que el Señor nos hace llegar a través de su Iglesia. Todos tenemos la necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida diaria.
En el templo, no podemos hacer del él un lugar frío y sin corazón nuestra experiencia, nuestro encuentro con Dios-Padre. Si es verdad que la presencia de Dios no se circunscribe exclusivamente al templo, no es menos cierto que el templo sí es el lugar privilegiado de la presencia de Dios y de nuestro encuentro con Él, en una actitud de diálogo de fe y amor confiado con nuestro Padre celestial.
Jesús nunca rechazó el templo; vemos que los evangelistas nos lo presentan en muchas ocasiones subiendo al templo: “El celo de tu casa me devora”, es decir, el celo de tu casa, el cuidado de ella me traerá problemas, dificultades y hasta la muerte. Pero el templo por excelencia donde el Dios vivo y verdadero quiere habitar de manera permanente es el templo de nuestro corazón: “Mira que estoy a la puerta, tocando; si tú me abres, mi Padre y yo vendremos y haremos nuestra morada en ti”.
San Juan De La Cruz, comentando las palabras de san Pablo “porque ustedes son templo de Dios”, dice: “¿Qué más quieres, ¡oh alma! Y que más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción.. tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con Él, pues le tienes tan cerca”.
Esta cuaresma debemos de hacer de nuestro interior, de todo nuestro ser un verdadero templo, espacio, lugar de encuentro y presencia del Espíritu Santo; viviendo en una constante actitud de oración. Debemos aprender a tratar más y mejor a Dios, que mora en nosotros. Nuestra alma, por esa presencia divina, se convierte en un pequeño cielo.
Para hablar con Dios, presente realmente en el alma en gracia es necesario sabernos templo de Dios; rodear de amor, de un silencio sonoro, esa presencia íntima de la Trinidad en nuestra alma.