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HABLA JUAN PABLO II SOBRE LA ALTAGRACIA (I)

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INTRODUCCIÓN

Me han pedido que vuelva a publicar la homilía del Papa San Juan Pablo II, pronunciada en la Basílica Catedral de Nuestra Señora de la Altagracia, el 12 de octubre de 1992.

Este texto ha sido ya publicado en la página web oficial de la Santa Sede y en mi libro Nuestra Señora de la Altagracia.

La publicaré en dos entregas sucesivas. He aquí la primera:

 “Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4).

1. Estas palabras del apóstol san Pablo, queridos hermanos y hermanas, nos introducen en el misterio de aquella Mujer, llena de gracia y de bondad, a quien, generación tras generación, los dominicanos han venido a honrar a esta Basílica donde hoy nos congregamos.

Desde el lejano 1514, la presencia vigilante y amorosa de Nuestra Señora de la Altagracia ha acompañado ininterrumpidamente a los queridos hijos de esta noble Nación, haciendo brotar en sus corazones, con la luz y la gracia de su divino Hijo, la inmensa riqueza de la vida cristiana.

En mi peregrinación a esta Basílica, quiero abrazar con el amor que irradia de nuestra Madre del cielo, a todos y cada uno de los aquí presentes y a cuantos están unidos espiritualmente a nosotros a lo largo y a lo ancho del País. Mi saludo fraterno se dirige a todos mis Hermanos en el Episcopado que me acompañan y, en particular, a los queridos Obispos de la República Dominicana, que con tanta dedicación y premura han preparado mi visita pastoral.

Y desde esta Basílica mariana –que es como el corazón espiritual de esta isla, a la que hace quinientos años llegaron los predicadores del Evangelio– deseo expresar mi agradecimiento y afecto a los Pastores y fieles de cada una de las diócesis de la República, comenzando por la de Nuestra Señora de la Altagracia en Higüey, donde nos hallamos. Mi reconocimiento, hecho plegaria, va igualmente a la Arquidiócesis de Santo Domingo, a su Pastor y Obispos Auxiliares. Mi saludo entrañable también a las diócesis de Bani, Barahona, La Vega, Mao–Monte Cristi con sus respectivos Obispos. Paz y bendición a los Pastores y fieles de San Francisco de Macorís, Santiago de los Caballeros y San Juan de la Maguana. Un recuerdo particular, lleno de afecto y agradecimiento, va a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y demás agentes de pastoral que, con generosidad y sacrificio, dedican sus vidas a la obra de la nueva evangelización.

2. Celebramos, amados hermanos y hermanas, la llegada del mensaje de salvación a este continente. Así estaba predestinado en el designio del Padre que, al llegar la plenitud de los tiempos, nos envió a su Hijo, nacido de mujer (cf. Ga 4, 4), como hemos oído en la segunda lectura de la Santa Misa.

Dios está fuera y por encima del tiempo, pues Él es la eternidad misma en el misterio inefable de la Trinidad divina. Pero Dios, para hacerse cercano al hombre, ha querido entrar en el tiempo, en la historia humana; naciendo de una mujer se ha convertido en el Enmanuel, Dios–con–nosotros, como lo anunció el profeta Isaías. Y el apóstol Pablo concluye que, con la venida del Salvador, el tiempo humano llega a su plenitud, pues en Cristo la historia adquiere su dimensión de eternidad.

Como profesamos en el Credo, la segunda persona de la Santísima Trinidad “se encarnó por obra y gracia del Espíritu Santo”. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti –dice el ángel a María– y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). Con el “sí” de la Virgen de Nazaret llega a su plenitud y cumplimiento la profecía de Isaías sobre el Enmanuel, el Dios–con–nosotros, el Salvador del mundo.

Junto con el ángel Gabriel proclamamos a María llena de gracia en este Santuario de Higüey, que está bajo la advocación de la Altagracia, y que es el primer lugar de culto mariano conocido erigido en tierras de América. Todo cuanto se ve en el cuadro bendito que representa a nuestra Señora de la Altagracia es expresión limpia y pura de lo que el Evangelio nos dice sobre el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.

A la sombra de este templo se ha formado un pueblo en fusión de razas y culturas, de anhelos y esperanzas, de éxitos y de fracasos, de alegrías y tristezas. El pueblo dominicano ha nacido bajo el signo de la Virgen Madre, que lo ha protegido a lo largo de su caminar en la historia. Como consta en los anales de esta Nación, a este lugar santo han acudido a buscar valor y fuerza los forjadores de la nacionalidad; inspiración los poetas, los escritores y los sabios; aliento los hombres de trabajo; consuelo los afligidos, los enfermos, los abandonados; perdón los arrepentidos; gracia y virtud los que sienten la urgencia de ser santos. Y todos ellos, bajo el manto de la Altagracia, la llena de gracia.

3. Este Santuario, amadísimos dominicanos, es la casa donde la Santísima Virgen ha querido quedarse entre vosotros como madre llena de ternura, dispuesta siempre a compartir el dolor y el gozo de este pueblo. A su maternal protección encomiendo todas las familias de esta bendita tierra para que reine el amor y la paz entre todos sus miembros. La grandeza y la responsabilidad de la familia están en ser la primera comunidad de vida y amor; el primer ambiente donde los jóvenes aprenden a amar y a sentirse amados. Cada familia ha recibido de Dios la misión de ser “la célula primera y vital de la sociedad” (Apostolicam actuositatem, 11) y está llamada a construir día a día su felicidad en la comunión. Como en todo tejido vivo, la salud y el vigor de la sociedad depende de cómo sean las familias que la integran. Por ello, es también responsabilidad de los poderes públicos el favorecer la institución familiar, reforzando su estabilidad y tutelando sus derechos. Vuestro país no puede renunciar a su tradición de respeto y apoyo decidido a aquellos valores que, cultivados en el núcleo familiar, son factor determinante en el desarrollo moral de sus relaciones sociales, y forman el tejido de una sociedad que pretende ser sólidamente humana y cristiana.

Es responsabilidad vuestra, padres y madres cristianos, formar y mantener hogares donde se cultiven y vivan los valores del Evangelio. Pero, ¡cuántos signos de muerte y desamor marcan a nuestra sociedad! ¡Cuántos atentados a la fidelidad matrimonial y al misterio de la vida! No os dejéis seducir, esposos cristianos, por el fácil recurso al divorcio. No permitáis que se ultraje la llama de la vida. El auténtico amor dentro de la comunión matrimonial se manifiesta necesariamente en una actitud positiva ante la vida. El anticoncepcionismo es una falsificación del amor conyugal que convierte el don de participar en la acción creadora de Dios en una mera convergencia de egoísmos mezquinos (Familiaris consortio, 30 y 32). Y, ¿cómo no repetir una vez más en esta circunstancia que si no se pueden poner obstáculos a la vida, menos aún se puede eliminar impunemente a los aún no nacidos, como se hace con el aborto?

Por su parte, los esposos cristianos, en virtud de su bautismo y confirmación y por la fuerza sacramental del matrimonio, tienen que transmitir la fe y ser fermento de transformación en la sociedad. Vosotros, padres y madres de familia, habéis de ser los primeros catequistas y educadores de vuestros hijos en el amor. Si no se aprende a amar y a orar en familia, difícilmente se podrá superar después ese vacío. ¡Con cuánto fervor imploro a Dios que las jóvenes y los jóvenes dominicanos encuentren en sus hogares el testimonio cristiano que avive su fe y les sostenga en los momentos de dificultad o de crisis!

4. ¡Jóvenes dominicanos!, pido a Nuestra Señora de la Altagracia que os fortalezca en la fe, que os conduzca a Jesucristo porque sólo en Él encontraréis respuesta a vuestras inquietudes y anhelos; sólo Él puede apagar la sed de vuestros corazones. La fe cristiana nos enseña que vale la pena trabajar por una sociedad más justa; que vale la pena defender al inocente, al oprimido y al pobre; que vale la pena sacrificarse para que triunfe la civilización del amor. Sois los jóvenes del continente de la esperanza. Que las dificultades que os toca vivir no sean un obstáculo al amor, a la generosidad, sino más bien un desafío a vuestra voluntad de servicio. Habéis de ser fuertes y valientes, lúcidos y perseverantes. No os dejéis seducir por el hedonismo, la evasión, la droga, la violencia y las mil razones que aparentan justificarlas. Sois los jóvenes que caminan hacia el tercer milenio cristiano y debéis prepararos para ser los hombres y mujeres del futuro, responsables y activos en las estructuras sociales, económicas, culturales, políticas y eclesiales de vuestro país para que, informadas por el espíritu de Cristo y por vuestro ingenio en conseguir soluciones originales, contribuyáis a alcanzar un desarrollo cada vez más humano y más cristiano.

CONCLUSIÓN

CERTIFICO que este es el texto original de la homilía dicha por San Juan Pablo II sobre la Altagracia de Higüey.

DOY FE en Santiago de los Caballero a los veinte (20) días del mes de enero del año del Señor dos mil veintitrés (2023).              

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