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La mala de la película

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Siempre me ha caí­do bien la ma­la de la película y cuando la ata­can más crece mi amor y admiración hacia ella. Porque la mala no es tan mala, ni quienes le dis­paran son tan buenos.

Con la etiqueta “la mala de la película” me refiero a la Iglesia, hasta en hechos confusos de la historia, en los que ha habido muchos involucrados, sólo ella pa­rece haber tenido la culpa.

Los dedos amenazantes se levantan contra la mala, que está firmemente con­vencida de que no hay fuer­za suficiente para destruir­la. Esto no es de ahora. Ya en el año 64, de nuestra era, los cristianos, un pe­queño grupo en ese enton­ces, fueron acusados del in­cendio que devastó a Roma en tiempos de Nerón.

Hoy, variados acusado­res se sirven de bocinas me­diáticas, electrónicas y de la red de internet, que per­miten difusión global.

Cuando yo estudiaba teología en la Universidad de Regensburg, Alemania, éramos unos quinientos es­tudiantes, de los cuales só­lo cincuenta estábamos preparándonos para ser sa­cerdotes, los demás eran laicos.

Si miramos a nuestro país, el grado de prepara­ción académico de la gen­te que es parte de la Igle­sia se ha desarrollado hasta el punto de que mu­chos laicos tienen más am­plio conocimiento, incluso en materia teológica, que cualquier obispo, sacerdote o diácono. Los buenos de la película se han quedado es­tancados en los tiempos del cinematógrafo de los her­manos Lumiére, con una idea evidentemente sub­desarrollada de la Iglesia y piensan que están atacan­do a una población bruta, mal preparada y de dudoso comportamiento moral en su conjunto. Y no es así.

Desconocen también el elenco interminable de iniciativas variadas que ese laicado comprometi­do realiza en armonía con las directrices del conjun­to de la Iglesia: obras de índole intelectual, acadé­mico, de orientación, edu­cativo, de servicio social y de justicia.

Pero “la mala de la pelí­cula” realiza sobre todo un papel de luz espiritual para dar sentido a la vida y en­cauzar al mundo por el me­jor de los senderos, ayu­dando a crear condiciones de dignidad humana en la sociedad.

Todo esto sin descono­cer u ocultar el estado de pecado en que se mueve, no sólo la mala, sino tam­bién los buenos que la ata­can. Ella pide perdón cada día al Señor, el único Santo, repitiendo sin cesar: “mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa”.

Me quedo, pues, con “la mala de la película”. Elevo una oración por la mala y por los buenos, para que sean mejores. Al fin de cuentas, en la vi­da todos hacemos alguna vez el papel del bueno, el malo y el feo. Sólo el Di­rector de la película hará posible que, siguiendo el guion de la misericordia, podamos merecer un Os­car eterno.