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María, mujer trabajadora

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Al usar el concepto trabajador, me viene a la mente lo escrito por San Pablo al enterarse de que había algunos, en la comunidad de Tesalónica, que se dedicaban a hacer el vago, y dijo: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”. Esta constituye una de la regla de oro del trabajo cristiano. En la carta a los Efesios, también, se expresó de un modo similar: “El que roba, no robe más, sino más bien que trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, a fin de que tenga qué compartir con el que tiene necesidad”. En esta ocasión Pablo pone la laboriosidad como el aspecto positivo del séptimo mandamiento: no robarás.

Las personas que se rehúsan a trabajar aun cuando tienen las posibilidades, son comparados con alguien que roba. La laboriosidad es un principio bíblico importante. Dios no es partidario de la pereza ni de la holgazanería, sino que nos manda a ser diligentes y esforzados en nuestras labores.

Recordemos aquella sentencia dirigida a Adán y Eva, a causa del pecado de la desobediencia: “comerás el pan con el sudor de tu frente”. Todos quedamos sometidos a la ley del trabajo y de la fatiga.

Comenta el P. Marcelino de Andrés que María fue una mujer que asumió esta ley del trabajo. Lo atestiguan claramente sus manos. Manos de una ama de casa. Manos de una mujer a la que, como suele decirse, “le faltaban manos” para todos los quehaceres propios y ajenos. Manos hechas al trabajo del agua fría del lavadero del pueblo y a la limpieza de la casa. Manos abiertas y disponibles a las necesidades de todos. Manos que sabían también cocinar, peinar y acariciar. Manos por las que pasaban diariamente quintales de gracia de Dios para otras personas. Manos que daban gloria a Dios en cada tarea sencilla y humilde. Manos que siguen intercediendo sin descanso para que obtengamos copiosos favores de Dios.

El trabajo digno y humano no mata. Lo que sí mata es la ociosidad y la pereza. El trabajo es salud y vida. Bien lo saben tantos hombres y mujeres que con alegría desgastan su vida y sus manos en un trabajo fecundo, yendo mucho más allá de las fronteras del propio egoísmo. No podemos matar el tiempo, sin herir la eternidad.

Sin lugar a dudas, María era una mujer profundamente humana, encarnada en su tiempo y en su realidad: una sociedad machista, que relegaba el rol de la mujer a tareas consideradas «inferiores»; una realidad social, además, pobre y en la que la lucha diaria por la subsistencia del hogar era algo que requería de trabajo y dedicación.

María, al igual que las mujeres de su época, compartió la misma realidad: trabajo, esfuerzo y sacrificio, dedicación a la crianza de los hijos y, probablemente, también mucha rabia e insatisfacción respecto a las condiciones del pueblo oprimido por los romanos y por quienes imponían cargas de preceptos y obligaciones innecesarias y excesivas. María era una mujer luchadora, encarnada y sabia.