Una vía
2 min readLa recorrí de la mano de mi papá, camino a mi bautizo, una mano grande en la que se perdía mi manita de niña. Después, empecé a correr por ella para visitar vecinos, con muchas recomendaciones de mi mamá, aunque la circulación de vehículos era escasa. “Mira para los lados, al cruzar”, me decía. Fue mi mundo durante mi niñez y adolescencia.
Tierra y lodo
En principio, era una vía de tierra, que se transformaba en lodo, al rociarla con agua, para espantar el polvo. Entonces, la vistieron elegante, con asfalto. Y allí estábamos, los niños de la calle, celebrando el acontecimiento. Sobre ese asfalto hice mis primeros mandados, al colmado más cercano, donde doña Fela y su esposo, a quien le decíamos, más que su nombre, “El vecino”.
Tacos y tacones
Esa calle registró la suela de mis mocasines del colegio; los pequeños tacos de los zapatos de charol que usé para la primera comunión. También, los tacones blancos, que me mandó, desde Estados Unidos, mi tía Tatica, para mis quince años. Pero, además, ese asfalto plasmó su marca en mi rodilla derecha, cuando, en un monopatín, desafié la loma donde comienza la calle, y fui a parar de bruces sobre él, mientras las vecinas, corrían a levantarme.
Mis huellas
De esas madres, de aquella época lejana, tenemos la dicha de contar con algunas, otras, como mi mamá, se han ido, al igual que los papás de entonces. De todos, el primero en partir fue el maestro Cuto, mi padre. Esa calle, tan familiar, que me llevó a la iglesia, al cementerio, al colegio, a la salida hacia la universidad, como yo, ha cambiado. Muchos hogares de entonces albergan negocios. Y, lo que nunca imaginé cuando la asfaltaban hace más de cuatro décadas, la han declarado de una vía. Llegó la modernidad a la Asomante, supongo. Y el ayer quedó atrás, borrado como mis huellas de niña y adolescente, de la que fue mi calle y la de tantos otros que, ahora, no están.