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Se nos mueren los viejos

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Cuto Estévez, mi padre, se quedó huér­fano a los 16 años cuando mi abuelo, Elisio Estévez, fue asesinado por orden del dictador Rafael Trujillo, en Moca. Así que, nunca conocí a Elisio. Del abue­lo paterno, Efraín De león, tampoco conservo recuer­dos, murió cuando era muy pequeña. En cuanto a las abuelas, de Bertha Hiciano, la mamá de mi madre, Mercedes De león, guardo un recuerdo vago, pero im­pactante, de historias que le escuché sobre cacaotales en Castillo, su pueblo, donde las culebras se comían las mazorcas. Pero, igual, partió pronto.

LAS VISITAS

Con la que más compartí fue con mi abuela paterna, Isabel Pacheco, que vivía en Estados Unidos. Le decía­mos Mamita. Era una viejita blanca, de pies a cabeza, el cabello y la piel, que nos visitaba cada cierto tiem­po, acompañada por su inseparable nieta, mi tía Tati­ca, una hija para la abuela. Su llegada era un aconte­cimiento, limpiábamos la casa por todos los rincones. Ellas aparecían cargadas de obsequios para todos no­sotros.

MAMITA

Escuchar a Mamita me parecía mágico, como si se tratara de un ser de otro mundo. Esa abuela, la única que puedo recordar, fue una conexión con las raíces de mi familia, con el pasado que no conocí. Después que ella regresaba a Nueva York, siempre nos enviaba una tarjeta de felicitación para nuestros cumpleaños, aún conservo una de las últimas que recibí. Cuando la abuela nos dejó, escuché el llanto desconsolado de mi papá al enterarse de la triste noticia. En él vi un dolor tremendo que, en esto días, se ha vuelto cotidiano. Se están muriendo los viejos, los viejitos llenos de cana, como mi Mamita. Así que los niños y adolescentes de hoy serán una generación sin abuelos, sin bisabuelos, sin testigos a través de los cuales conocer, de primera mano, acontecimientos del pasado, como lo hicimos nosotros, los niños de mi época.

AL CIELO

Los mayores de las familias, los barrios y los pueblos, nos están dejando. Me entero, sin tregua, de alguien conocido que perdió a su mamá o su papá. Y siento preocupación por esta generación, que toma clases a distancia, con profesores a los que, muchas veces, no conoce y de quienes pueden burlarse o ignorarlos, impunemente, sin que ellos se enteren. Cómo apren­derán estos alumnos del respeto a los mayores, si se están muriendo los viejos, los abuelos, las madres y los padres de nosotros, de aquellos que, también, nos quedamos sin apoyo para guiar a nuestros hijos. Esos niños y adolescentes de hoy serán mañana hombres y mujeres sin raíces que los aten al suelo de sus orí­genes porque, ya lo dije, ¡qué pena!, ¡qué dolor!, co­mo si escuchara el llanto de mi padre al perder a su mamá, ¡se nos mueren los viejos! El Señor permita, al menos, que vayan al cielo.