Solemnidad de Santa María, Madre de Dios (En la Liturgia de Primer del Día del Año).
4 min readEmpezamos bien el año, hermanos. En la fiesta de Santa María Madre de Dios. Todavía estamos en Navidad. Celebramos el Nacimiento de Cristo. Nuestra atención está centrada en él, también hoy que recordamos a su Madre. El se llama Jesús, que significa: Dios-salva. Y es él el que ilumina nuestra existencia entera y nos ofrece la salvación de Dios.
Según la primera lectura los sacerdotes del antiguo Israel invocaban en la liturgia, sobre todo en año nuevo, la bendición y la paz de Dios sobre todo el pueblo. Pero nosotros los cristianos tenemos motivos mucho más plenos para alegrarnos y esperar que Dios bendiga nuestro nuevo año, haciendo prosperar la paz en torno nuestro.
El recuerdo de la Virgen María hace aún más agradable esta buena noticia. Ella, María de Nazaret, una humilde muchacha de pueblo, fue elegida de Dios para traer a este mundo al Salvador. Y hoy, primero de enero, los cristianos le dedicamos una de las fiestas más solemnes del año, recordando y celebrando su Maternidad: Santa María, Madre de Dios. Ciertamente es un recuerdo que a todos nos llena de alegría y de esperanza. Y que está plenamente centrado en el espíritu de estas fiestas navideñas: ella, nuestra mejor maestra en la celebración de la navidad.
María, la Madre, la que dio a luz a Jesús. La que se alegró íntimamente de la presencia de los pastores y de las palabras que decían. La que le llevó al templo. La que junto con José su esposo, y siguiendo la indicación del ángel, le puso el nombre de Jesús. La que “meditaba todas estas cosas” que pasaban a su Hijo, “guardándolas en su corazón”.
El nuevo año acapara hoy nuestra atención y la de todos nuestros conciudadanos. También como comunidad cristiana, hoy celebramos la solemnidad de la Madre de Dios y, por voluntad de Pablo VI, el Día de la Paz.
La Iglesia fija su mirada gozosa en Santa María, Madre de Dios, y la saluda así: “¡Salve, Madre Santa!, Virgen Madre del Rey, que gobierna el cielo y la tierra por los siglos de los siglos”. Bella y tierna expresión que nos lleva a adorar al Niño, Rey eterno del universo, en brazos de la Madre.
Hoy tenemos una buena oportunidad para interiorizar el misterio del nacimiento del Señor, al lado de María, su Madre. Esta mujer, la más grande de todas las que ha habido y habrá, da un vigor impresionante a la fe.
Su aceptación del designio de Dios, pronta y lúcida, da la talla de la personalidad humana y espiritual de María. Sí, claro, Dios la colmó con sus dones. Pero ella continuó siendo libre y cooperó generosamente. Era una mujer, tan moldeada espiritualmente, que adivinaba el querer de Dios con naturalidad. Mujer coherente y sabedora de que sólo Dios plenifica. Y, por ello, fue la “llena de gracia”.
Penetramos el misterio de la Navidad, junto a María y con María. Sentimos una profunda ternura por ella: acaba de ser Madre de Dios y también es nuestra Madre. La saludamos y, como pecadores, le pedimos confiadamente su auxilio. “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.
El Hijo de Dios nacerá de una Virgen. ¡Qué belleza espiritual la de esta mujer! Lo recordarán los padres de la Iglesia: María, era tan fiel y tan santa, vivía tan atenta a la Palabra, que antes que concibiera a Cristo en su seno, ya lo había concebido en su corazón. La maternidad de María ilumina el camino de la vida cristiana. Y nos descubre el gozo del sí a Dios sin condiciones. Abre las ganas de entregarnos confiadamente al Señor para contribuir a la salvación de la historia.
En el abajamiento del Verbo, hay el sometimiento al rito de la circuncisión. El acontecimiento sagrado incluía la imposición del nombre. El Niño es llamado Jesús. Sabemos que significa Salvador. Vale la pena meditar este nombre que aclara y concreta el nombre de Dios en la visión de la zarza incombustible del Éxodo. ¡Dulce nombre el de Jesús!
Consuela la bendición que se lee en la primera lectura de la Misa: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. Decimos Amén, porque tenemos la seguridad de que es así. Ponemos el año iniciado en manos del mismo Señor que nos lo regala.
Un año nuevo es otro don de Dios. Una oportunidad que no debe ser desechada. Nos felicitamos deseándonos lo mejor. No es anticristiano querer la prosperidad material. Pero, como todo tiempo, tendrá su cara y cruz, su gozo y su dolor. Lo que importará, en definitiva, será que vivamos el tiempo que Dios nos presta con el deseo de realizar su querer. Aunque cueste. Es actual y útil la súplica del salmista: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (SAL/089/12).