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VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B. “Si tú quieres, puedes curarme”

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A menudo la Biblia nos habla de la lepra. Es también un símbolo que nos habla del pecado, del mal. El leproso es una representación del pecador. Pero hay dos modos diversos  en la consideración del leproso .La primera, le separa para que no contagie, la segunda, la de Jesucristo, le cura para que conviva.

En la primera lectura nos habla de las normas existentes en el pueblo judío para distinguir y separar al leproso. Porque la lepra era considerada como una enfermedad contagiosa y por ello creían necesario separar a los leprosos.

La confianza del leproso es extraordinaria: “Si quieres, puedes”. Es la fe de la cananea, del centurión, del padre del epiléptico. Jesús se siente siempre conmovido por esta fe. Pero nunca el diálogo fue tan breve y tan intenso. Dos palabras para revelar la fe del leproso, una palabra para señalar el efecto de esta fe: – Si quieres, puedes. – Quiero.

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La lepra inspiraba tanto miedo en aquella época que era considerada como un castigo de Dios y un contagio terrible: ¡ante todo no tocar a esos malditos! Marcos indica que Jesús lo toca. Y lo cura. Eso es precisamente lo que pensaba el leproso: él puede todo lo que quiere.

Con la condición de que se crea en él. Así es como se realiza el encuentro. No hay miseria alguna que lo eche para atrás, pero espera nuestro “si quieres, puedes”, que debería ser casi tan poderoso como el amor con que está dispuesto a acogernos.

Hoy Marcos nos pone frente a un leproso que se encuentra con Jesús. Natural y espontáneamente surge su petición a aquel Hombre cuya fama debía haberle llegado de alguna manera. La petición del leproso encierra un deseo vital. Señor: ¡que quede limpio! Quedar limpio para aquel hombre no era sólo quedar sin enfermedad sino tener la posibilidad de reinsertarse en la vida civil.

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Volver a ser un hombre normal que pudiera hablar con sus semejantes sin tener que gritarles desde lejos; un hombre que pudiera volver a comer a la mesa con los suyos sin necesidad de consumir su pobre comida a la vera de un camino abandonado. Para aquel hombre, quedar limpio era cierta y verdaderamente volver a la vida.

Este milagro tiene dos vertientes de significación: las características del leproso como hombre “impuro”, es decir, separado por definición de la vida comunitaria, motivan que su purificación comporte un elemento de reintegración a la comunidad, a la vida social, a la vida litúrgica; la otra vertiente, es la acentuación que dan unánimemente los sinópticos, en este momento, sobre el “secreto mesiánico” de Jesús, con más intensidad que en otras ocasiones.

La primera vertiente convierte este milagro en un signo del Evangelio como recuperador de la comunión entre los hombres, e incluso -en cierto modo- en un signo de la nueva humanidad reunida en Cristo. La primera lectura, con su texto legal, expresa el carácter excluyente de la lepra para Israel: “Seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. La relación de la lepra con el pecado configuraba la imagen del leproso como impuro en todos los sentidos. El salmo 31 acentúa este aspecto, como poniendo en labios del leproso del evangelio la acción de gracias: frente al alejamiento a que lo han sometido las leyes, el Señor ha sido el refugio, la proximidad de la ayuda salvadora.

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La segunda vertiente de significación es el sentido del secreto mesiánico de Jesús. Sabemos que es en Marcos donde este aspecto se destaca más fuertemente. En realidad, se trata de la voluntad de Jesús de no prestarse a interpretaciones deformadas de su persona y de su misión. El misterio pascual será el que revelará definitivamente quién es El.

Entonces se verá que no ha venido directamente a curar enfermos, o a alimentar a las multitudes en el desierto, sino a purificar el corazón del hombre y a reunir a los hombres en su persona, para hacerlos hijos de Dios.

En estos seis domingos entre la Navidad y la Cuaresma, San Mateo nos fue dando unas grandes instantáneas de lo que significó la aparición de Jesús entre los judíos: Jesús curaba del mal, sometía a los demonios, enseñaba con autoridad, anunciaba la cercanía del Reino de Dios y pedía una conversión y una fe en sus palabras.

En el evangelio de hoy aparece Jesús curando a un leproso. En una primera lectura del Levítico se nos recuerda que los leprosos eran gente oficialmente impura, que debían ser apartados de la sociedad y que ellos mismos debían proclamar a gritos su impureza.

Como escuchamos en la primera lectura, quienes tenían algún síntoma de la lepra debían presentarse ante un sacerdote para que lo declararan impuro. Esa declaratoria conllevaba su muerte religiosa, pues era  considerado impuro. Y una muerte social, pues estaba condenado a vivir solo, fuera de la comunidad.

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Los sacerdotes de la Antigua Alianza únicamente se limitaban a constatar la impureza con un criterio legalista: si es leproso, queda fuera. En cambio, Jesús se compadeció del leproso. Compadecer etimológicamente deriva de padecer con. Jesús, siendo limpio, hizo suyos los sufrimientos del leproso.

La compasión de Dios también se manifiesta con nosotros, cada vez que tenemos esas manchas escamosas en el alma que son el pecado. Siendo él libre de pecados, carga con los nuestros para quitárnoslo. Jesús nos permite acercarnos a él y pedirle en la confesión que nos cure.

Si humildemente reconocemos ante el Señor nuestra culpa, si confesamos nuestros pecados, como dice el salmo, Jesús nos dice “Sana”. Jesús mismo, usando la voz del sacerdote, nos dice “Yo te absuelvo de tus pecados”. El Evangelio nos dice que Jesús tocó al leproso. Cada vez que nos confesamos, él nos acaricia el alma para arrancar la suciedad que nos enferma.

Jesús no vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento (Mt 5, 17). Por eso, le pide al curado que se presentara ante el sacerdote para ofrecer por su purificación lo prescrito por Moisés. Del mismo modo, el confesor impone una penitencia que busque el bien espiritual del penitente.

La penitencia puede consistir en la oración, en obras de misericordia, en servicios al prójimo, y tienen como propósito ayudarnos a imitar a Cristo, como hacía san Pablo, según leímos. La penitencia pretende que empecemos una nueva vida, en Cristo, distinta a la que llevábamos y por la que le pedimos perdón.

Al quedar curado, el leproso puso fin a muchos de sus sufrimientos físicos y morales. Por eso no pudo contener su alegría, y comenzó a divulgar el hecho. También nosotros nos llenamos de alegría, de paz, de tranquilidad y de un consuelo espiritual después de confesarnos.