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San Lorenzo, Diácono y Mártir, Año 258 “Diácono del Papa”

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Su nombre significa: “coronado de laurel”. Los datos acerca de este santo los ha narrado San Ambrosio, San Agustín y el poeta Prudencio. Su oficio era de gran responsabilidad, pues estaba encargado de distribuir las ayudas a los pobres.

Lorenzo, el año 258, era el primero de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, la más recia y pura de sus columnas blancas. La persecución de Valeriano, que arrebatado se lo llevó, iba enderezada contra los miembros de la jerarquía eclesiástica: obispos, presbíteros, diáconos. Este carácter de la persecución señalábale al golpe de los perseguidores.

El era el principal de los siete diáconos encargados de socorrer a los pobres y de administrar las temporalidades eclesiásticas, en aquella coyuntura y sazón no contentibles. La Iglesia era propietaria de vastos cementerios y poseía una bien nutrida Caja donde se custodiaban las cotizaciones de sus miembros.

De ella era el encargado Lorenzo; se le llamaba “diácono del Papa”, y no era desusado que sucediera al Pontífice que le promovió a esta categoría eminente.

Lorenzo habla como un meticuloso contador. El prefecto le concede un lapso de tres días. Lorenzo recorre la opulenta urbe, dives opum, como Virgilio la denominó; epítome del orbe, como la llamó un cosmógrafo, epítome de todas sus grandezas y de todas sus miserias. Macabra fue la exposición de las riquezas de la Iglesia que Lorenzo inventarió.

Sábese por una carta del papa San Cornelio que a mediados del siglo III la Iglesia de Roma socorría a unos mil quinientos pobres y viudas menesterosas. Allí mostraba el ciego, sumido en tinieblas interiores, los blancos ojos, huérfanos de mirada, que con un báculo previo guiaba el paso vacilante; allí el cojo, con un cayado, regía el paso desigual; allí el ulceroso destilando podre; allí el lisiado con la mano encanijada.

“Ven y verás —el diácono dice al prefecto— todo un atrio espacioso, lleno de vasos áureos.” Aquella hueste de desharrapados, aquella parada horrible de ver, ante los ojos atónitos del funcionario romano, elevó un horrísono alarido.

Mezcladas con esa muchedumbre aullante estaban las suaves vírgenes consagradas, las viudas castas que, tras el daño del primer himeneo, quisieron ignorar el calor de la añeja llama. Esta era la mejor porción de la Iglesia, el joyel de más precio con que se ataviaba. Con esta dote la Iglesia place a Cristo; éste es su más lindo tocado; éste es su tesoro; ésta es la rica cuenta de sus pobres.

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La antigua tradición dice que cuando Lorenzo vio que la Sumo Pontífice lo iban a matar le dijo: “Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?” y San Sixto le respondió: “Hijo mío, dentro de pocos días me seguirás”. Lorenzo se alegró mucho al saber que pronto iría a gozar de la gloria de Dios.

Entonces Lorenzo viendo que el peligro llegaba, recogió todos los dineros y demás bienes que la Iglesia tenía en Roma y los repartió entre los pobres. Y vendió los cálices de oro, copones y candeleros valiosos, y el dinero lo dio a las gentes más necesitadas.

El alcalde de Roma, que era un pagano muy amigo de conseguir dinero, llamó a Lorenzo y le dijo: “Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus celebraciones tienen candeleros muy valiosos. Vaya, recoga todos los tesoros de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar”.

Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, y en esos días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al alcalde diciéndole: “Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador”.

Llegó el alcalde muy contento pensando llenarse de oro y plata y al ver semejante colección de miseria y enfermedad se disgustó enormemente, pero Lorenzo le dijo: “¿por qué se disgusta? ¡Estos son los tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!”.

El alcalde lleno de rabia le dijo: “Pues ahora lo mando matar, pero no crea que va a morir instantáneamente. Lo haré morir poco a poco para que padezca todo lo que nunca se había imaginado. Ya que tiene tantos deseos de ser mártir, lo martirizaré horriblemente”.

San Agustín dice que el gran deseo que el mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores de esa tortura. Después de un rato de estarse quemando en la parrilla ardiendo el mártir dijo al juez: “Ya estoy asado por un lado.

Ahora que me vuelvan hacia el otro lado para quedar asado por completo”. El verdugo mandó que lo voltearan y así se quemó por completo. Cuando sintió que ya estaba completamente asado exclamó: “La carne ya está lista, pueden comer”. Y con una tranquilidad que nadie había imaginado rezó por la conversión de Roma y la difusión de la religión de Cristo en todo el mundo, y exhaló su último suspiro. Era el 10 de agosto del año 258.

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San Agustín afirma que Dios obró muchos milagros en Roma en favor de los que se encomendaban a San Lorenzo. El Santo Padre mandó construirle una hermosa Basílica en Roma, siendo la Basílica de San Lorenzo la quinta en importancia en la Ciudad Eterna.