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Celebrar la conversión

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Después de treinta y cuatro años en que Dios salió al en­cuentro de aquel que espera­ba por él, puede expresar, des­de la abundancia del corazón (Lucas 6, 45), y con los labios profesar (Ro­manos 10,10-17), que tiene sentido vivir la conversión que dura toda la vida, y que no so­lo es un sentimiento moral de culpabilidad, sino la metanoia (desandar lo andado) que es primera y fundamentalmente confianza total en Cristo.

Entiende, que la salvación no es una con­quista humana, sino un regalo de la gracia di­vina, y que para salvarse hay que desposeerse de toda seguridad, de toda suficiencia, mara­villarse de toda existencia y recibirla con gra­titud, gratitud cargada de un misterio y un sentido infinito, porque en verdad, el amor responde al Amor.

Porque la conversión es morir cada día a la individualidad, y nunca reducir el arrepentimiento a la conciencia de una culpabilidad individual porque estaría a un paso de ser vanidad, por esto, habiendo atravesado el diluvio de la gran conversión y presentido las revelaciones de la muerte está lleno de una dolorosa alegría, a la que solo ha podido acceder por la comprensión en Cristo, la penitencia y la oración.

Además, uno no se salva es salvado, el amor a los enemigos es el único criterio infalible del crecimiento espiri­tual, y lo que se necesita esta época son per­sonas que sean como árboles, cargados de una paz silenciosa, arraigada a la vez en ple­na tierra y en pleno cielo.