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Presentación del Señor y Purificación de la Virgen María

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A esta fiesta la solíamos llamar antiguamente -quiero decir, antes del Concilio- la Candelaria o Fiesta de la Purificación de la Virgen. Venía considerada como una de las fiestas importantes de Nuestra Señora. Lo más llamativo era la procesión de las candelas.

De ahí el nombre de <Candelaria>. Era una procesión clásica, tradicional, atestiguada ya en antiguos documentos romanos. En concreto, el Liber Pontificalis nos asegura que fue el Papa Sergio I, a finales del siglo VII, quien dispuso que se solemnizaran con una procesión las cuatro fiestas marianas más significativas por su antigüedad: la Asunción, la Anunciación, la Natividad y, por supuesto, la Purificación.

Esta fiesta había sido importada de Oriente. Su nombre original -hypapante-, de origen griego, así lo indica. Esa palabra, que significa <encuentro>, nos desvela el sentido original de esa fiesta: es la celebración del encuentro con el Señor, de su presentación en el templo y de la manifestación del día cuarenta.

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Esta fiesta, que también se le llama «La Candelaria», es de origen oriental. La celebraban hasta el siglo VI a los cuarenta dias de la Epifania, el 15 de febrero, después pasó a celebrarse el 2, por ser a los cuarenta dias de la Navidad, 25 de diciembre. El «Itinerarium» de Eteria (390) habla de esta fiesta con el nombre genérico de «Quadragésima de Epiphanía».

La fecha de la celebración no era el 2, sino el 14 de febrero, es decir 40 días después de la Epifanía. En el siglo V se empezaron a usar las veladoras para subrayar las palabras del Cántico de Simeón, «Luz para alumbrar a las naciones», y darle mayor colorido ala celebración.

A esta fiesta se le llamó de la Purificación de María, recordando la prescripción de Moisés, que leemos en levítico 12, 1-8. Con la reforma del Concilio Vaticano II se le cambió de nombre, poniendo al centro del acontecimiento al Niño Dios, que es presentado al Templo, conforme a la prescripción que leemos en Ex 13, 1-12.

Naturalmente, con el cambio del nombre se quiso borrar la presencia de María, sino ponerla en segundo lugar, después del Señor. El Evangelio de San Lucas (2, 22-38) funde dos prescripciones legales distintas, ya citadas arriba, que se refieren a la purificación de la Madre y a la consagración del primogénito.

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En esta celebración la Iglesia da mayor realce al ofrecimiento que María y José hacen de Jesús. Ellos reconocen que este niño es propiedad de Dios y salvación para todos los pueblos. La presencia profética de Simeón y Ana es ejemplo de vida consagrada a Dios y de anuncio del misterio de salvación. A mediados del siglo V se celebra con luces y toma el nombre y color de «la fiesta de las luces».

Hasta el Concilio Vaticano II se celebraba como fiesta principalmente mariana, pero desde entonces ha pasado a ser en primer lugar Cristológica, ya que el principal misterio que se conmemora es la Presentación de Jesús en el Templo y su manifestación o encuentro con Simeón.

Jesús es el Centro de esta fiesta.

El centro, pues, de esta fiesta no sería María, sino Jesús. Maria entra a formar parte de la fiesta en cuanto lleva en sus brazos a Jesús y está asociada a esta manifestación de Jesús a Simeón y a la anciana Ana.

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Hasta el siglo VII no se introdujo esta fiesta en la liturgia de Occidente. Al final de este siglo ya estaba extendida en toda Roma y en casi todo Occidente. En un principio, al igual que en Oriente, se celebraba la Presentación de Jesús más que la Purificación de María.

No se sabe con certeza cuándo empezó a celebrarse la Procesión en este día. Parece ser que en el siglo X ya se celebraba con solemnidad esta Procesión y ya empezó a llamarse a la fiesta como Purificación de la Virgen María. Durante mucho tiempo se dio gran importancia a los cirios encendidos y después de usados en la procesión eran llevados a las casas y allí se encendían en alguna necesidades.

La bendición de las velas es un símbolo de la luz de Cristo que los asistentes se llevan consigo. Prender estas velas o veladoras en algunos momentos particulares de la vida, no tiene que interpretarse como un fenómeno mágico, sino como un ponerse simbólicamente ante la luz de Cristo que disipa las tinieblas del pecado y de la muerte.