Vie. Jul 26th, 2024

ApmPrensa

Agencia de Prensa APM

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario. Ciclo A “El Señor preparará un festín y enjugará las lágrimas de todos los rostros

8 min read

La parábola de hoy tiene gran similitud con la del domingo anterior, en cuanto se refiere a la actitud de los judíos que orgullosamente se resistieron a la invitación del rey que celebraba la boda de su hijo. Pero como todas las parábolas del Reino, tiene un significado que va más allá de su contexto histórico inmediato.

Se celebra una gran fiesta de bodas y hay unos invitados pudientes. Pero, al llegar el momento, no quieren asistir: “uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”, sin hacer caso de la invitación.  El banquete está preparado y no debe perderse por ellos. Los criados reciben, pues, esta orden desconcertante: “Id a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, malos y buenos, convidadlos a la boda”. Ellos lo hacen así, y la sala se llena de comensales.

Y esta fiesta es la Salvación, que todos anhelamos. Y que sólo puede venir de Dios, Fuente de Vida: sólo él puede enjugar verdaderamente las lágrimas de todos los ojos, hacer desaparecer el velo de dolor que cubre todos los pueblos -¡todos!-, aniquilar para siempre, para siempre, la Muerte. Convertir nuestra vida  en una gran fiesta. Por eso podemos exclamar con las palabras del profeta Isaías: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación”.

El que cree en el Evangelio es un hombre que va de fiesta, que ha aceptado la invitación de Dios y se ha puesto en camino.

Isaías nos describe el banquete que Dios preparará a todos los pueblos. Las imágenes se suceden: comida, alegría, vinos, destierro de todo dolor y tristeza, victoria de la vida, celebración gozosa de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

En nuestra celebración de cada domingo, Dios nos prepara una mesa abundante: su palabra salvadora, su don eucarístico del Cuerpo y Sangre de Cristo, su “casa” en la comunidad eclesial, la presencia viva de Cristo y de su Espíritu… Aceptar o no en profundidad esta invitación es un símbolo de si aceptamos o no ese otro gran banquete que es toda la vida, sobre todo la vida cristiana, la que dura las 24 horas del día y los 7 días de la semana.

Estamos en el cuarto y último domingo de las parábolas del antiguo y el nuevo Israel. Y hoy, la mirada se dirige hacia el final de todo, al término hacia el cual se dirige la vida de los hombres: Dios quiere invitar a todos los hombres al banquete definitivo de su vida, quiere que todo el mundo pueda vivir su felicidad.

La llamada universal de Dios. Este es el tema central de las lecturas de hoy. Dios quiere que la humanidad entera comparta su gozo. Quiere, en primer lugar, que todo el mundo pueda escuchar la Buena Nueva del que porque esta Buena Nueva llena de felicidad y de vida.

Pero no todo termina aquí. Mateo no se limita a decir en su evangelio que ahora los judíos no tienen nada que hacer mientras que los cristianos somos los buenos, los salvados. Porque también a los cristianos puede echarnos Dios de su banquete. En la comunidad de Mateo habría gente así: hombres y mujeres que pensaban que pasándose al cristianismo estaba ya todo resuelto: ya se tenía lugar asegurado en el banquete.

Debían ser personas seguras de sí mismas, que al encontrarse con un judío se lo mirarían por encima del hombro y pensarían: “¡Pobre desgraciado! ¿Nosotros sí somos los buenos, los que tenemos el Reino asegurado!” Y ya habéis visto.

El pertenecer a la Iglesia, el formar parte de los llamados de todas partes al banquete, el estar convocados al nuevo pueblo de Dios, no asegura nada. Si uno va al banquete sin traje de fiesta, también lo echarán fuera. Y ahí no servirá de nada protestar y recordar que fuimos bautizados e íbamos a misa… Porque lo único que vale ante Dios, para los israelitas y para los que no lo son, para los cristianos y para los que no lo son, es el fruto.

El vestido de boda del cristiano es la fe. La boda es la fiesta del Reino, es decir: la unión de Dios con su pueblo. Los textos bíblicos sobre el Reino de Dios y, de modo especial, los cantos que dedican los profetas resultan siempre un tanto sorprendentes.

Jesús cierra la parábola de sus bodas con otra parábola muy sencilla, pero más importante para nosotros: la vocación es universal, pero en el oír y aceptar la invitación se genera una dignidad nupcial; a esa dignidad la llama Jesús “traje de boda”.

De entre todas las fiestas, la de bodas es especialmente portadora de alegría y esperanza. La boda es celebración pública de amor entre dos personas que, amándose, engendrarán nuevas vidas. En Palestina la fiesta de bodas se prolongaba, a veces, hasta una semana, y estaba siempre acompañada de bailes, cantos, farándulas diurnas y nocturnas, algarabía y gozo.

Todos los fieles conocen las bodas y el festín del príncipe real; saben también cómo la mesa del Señor se halla dispuesta para quienes tengan voluntad de gustarla; pero, si a nadie se le cierra la entrada, con-viene mucho saber las disposiciones con que ha uno de allegarse. Las Sagradas Escrituras, en efecto, nos enseñan que hay dos festines del Señor: uno adonde viene buenos y malos, otro adonde los malos no tienen acceso. En este banquete del Señor del que ha poco hablaba el Evangelio, hay buenos y malos: eran malos todos los que se excusaron de ir; mas no todos los que fueron eran buenos.

La liturgia de hoy, con las palabras del Salmo 23, habla del Señor que es el Pastor de su pueblo, Pastor de cada una de las almas: realmente el Buen Pastor.

En el evangelio que acabamos de proclamar, Jesús describe el reino de Dios como un gran banquete de boda, con abundancia de alimentos y bebidas, en un clima de alegría y fiesta que embarga a todos los convidados. Al mismo tiempo, Jesús subraya la necesidad del “traje de fiesta” (Mt 22, 11), es decir, la necesidad de respetar las condiciones requeridas para la participación en esa fiesta solemne.

La imagen del banquete está presente también en la primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, donde se subrayan la universalidad de la invitación “para todos los pueblos” (Is 25, 6) y la desaparición de todos los sufrimientos y dolores: “Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25, 8).

La fiesta de bodas de la que hablan las Escrituras de hoy tiene un doble valor: eucarístico y escatológico.

La Eucaristía es, en efecto, la «Fiesta de la fe», como la definía J. Ratzinger en uno de sus conocidos ensayos teológicos. En ella confluye la esencia del misterio cristiano: el misterio de un Dios que se aproxima a la humanidad compartiendo su caminar histórico, hasta el punto de ofrecer su propia vida por la salvación de los hombres, se renueva realmente en la celebración eucarística, la cual, por tanto, se hace «fiesta».

La parábola de hoy –lo mismo que las de los dos domingos anteriores– subraya la gravedad de la repulsa de Jesús. Más aún que en la parábola de los viñadores homicidas, se subraya la ternura de Dios. Él es el Rey que invita a los hombres a las bodas de su Hijo. Jesús aparece como el Esposo que va a desposarse con la humanidad y todo hombre –se llama a todos los que se encuentren en los cruces de los caminos– es invitado a este festín nupcial, a esta intimidad gozosa.

Las fuertes expresiones de la parábola –el rey que monta en cólera, manda sus tropas y destruye la ciudad– indican las tremendas consecuencias del rechazo de Cristo.

San Agustín comenta:

¿Qué es el vestido nupcial? Sin duda alguna, se trata de algo que no tienen en común los buenos y los malos. Hallando esto, habremos hallado el vestido nupcial. Entre los dones de Dios, ¿cuál es el que no tienen en común los buenos y los malos? El ser hombres y no bestias es un don de Dios, pero lo poseen tanto buenos como malos. El que nos llegue la luz del cielo, el que las nubes descarguen la lluvia, las fuentes manen, los campos den fruto, es don de Dios, pero común a buenos y malos.

Entremos a la boda; dejemos de lado a quienes no vinieron a pesar de haber sido llamados. Centrémonos en los comensales, es decir, en los cristianos. Don de Dios es el bautismo; lo tienen buenos y malos. El sacramento del altar lo reciben tanto buenos como malos. Profetizó el inicuo Saúl, enemigo de aquel varón santo y justísimo; profetizó mientras lo perseguían (1 Re 19).

Todos los fieles conocen las bodas y el festín del príncipe real; saben también cómo la mesa del Señor se halla dispuesta para quienes tengan voluntad de gustarla; pero, si a nadie se le cierra la entrada, con-viene mucho saber las disposiciones con que ha uno de allegarse. Las Sagradas Escrituras, en efecto, nos enseñan que hay dos festines del Señor: uno adonde viene buenos y malos, otro adonde los malos no tienen acceso.

La Parábola en Mateo tiene dos partes, una sobre el rechazo nacional del pueblo judío, otra sobre el rechazo singular de un individuo. Los motivos son diferentes: en el rechazo del pueblo judío, el rechazo es motivado porque ellos no oyeron a los Profetas; más aún, los mataron; en el rechazo de un individuo, es que no tiene la vestidura nupcial y está en la sala del Convite; o sea, hablando hoy, está dentro de la Iglesia pero no tiene la gracia santificante, “no está en gracia”, como decimos. Es decir, que de los que se pierden, algunos rechazan la fe, no creen; y otros no rechazan la fe pero no viven conforme a la fe. O sea, como decían antes, ateísmo teórico y ateísmo práctico.