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Solemnidad de Cristo Rey (Realeza de Cristo).

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Desde cuando se celebra ?

Esta fiesta de ideas, la más reciente, le debe su introducción a Pío XI, que en su encíclica Quas primas 282 del 11 de diciembre de 1925 reclama el reconocimiento de la soberanía real de Cristo como remedio contra las fuerzas destructoras del tiempo, lo que ha de ponerse en práctica por medio de una fiesta propia.

El impulso externo fue, en el año 1925. El 1600 aniversario del concilio de Nicea (325) con su definición de la divinidad de Cristo como base y fundamento de todo discurso de su soberanía real universal, incluso cósmica. En origen, la fiesta se celebraba el último domingo de octubre con el fin de establecer una conexión con la fiesta que venía a continuación de Todos los Santos: Cristo triunfa como Rey entre sus santos 283.

Alabar a Cristo como el Kyrios elevado y Señor sobre la creación, es, en realidad, el tema de todo el año del Señor. «Cada domingo se designa, conforme a su nombre de dominica, kyriaké, como un día de Cristo Rey, la idea de la realeza de Cristo atraviesa ahora también todo el año festivo de la Iglesia… En el fondo, el eco de la idea de la realeza de Cristo.

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El misal de 1970 la ha incluido, pero la ha trasladado al último domingo del tiempo ordinario para expresar mejor, de ese modo, su dimensión escatológica, como reza en el título que lleva en el misal latino: Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo.

La misa de la fiesta se modificó sólo en pocos aspectos, en cualquier caso la proclamación bíblica, configurada más ricamente, de los tres años de lectura es capaz de representar con mayor exhaustividad la imagen de Cristo.

El rey ideal Cristo no se presenta como contra modelo para formas de soberanía concretas, terrenas y, con ello, deficientes, sino que la fiesta recuerda que el objetivo de este año del Señor que se acerca a su fin así como de la totalidad del tiempo es el Señor elevado, que es el mismo, ayer, hoy y por los siglos (Hb 13, 8), que es el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (Ap 22, 13).

Una de las afirmaciones dogmáticas más capitales acerca del ser y la obra de Cristo es la que expresa su carácter de Rey en sentido pleno y eminente. Desde los antiguos símbolos de la fe hasta la Enc. Quas primas de Pío XI (11 dic. 1925) toda la vida de la Iglesia es una gozosa confesión de que Cristo es Rey de un Reino que no tendrá fin.

La noche de Navidad la Iglesia canta: «Hoy ha querido nacer de una Virgen el Rey de los Cielos, para llevar al hombre caído hasta el Reino Celestial». Dos aspectos de esta realeza de Cristo han sido declarados dogmáticamente: su carácter de Juez Supremo y de Supremo Legislador.

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La profecía del Mesías Rey aparece como algo que se cumple en Jesucristo en orden a la instauración definitiva del Reino de Dios. El A. T. contiene abundantes testimonios de que el Mesías tendrá carácter real y ocupará el trono de David. La realeza del Mesías está muy unida a su carácter de pastor. Este Rey-Pastor será libertador de su pueblo, y la mirada profética entrevérasgos divinos en este Pastor escatológico, que es Yahvéh con su Cristo.

En el N. T. podemos distinguir tres fases en la revelación progresiva de su realeza:

a) Al comienzo de su vida pública oímos la confesión de Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Lc 1,49). Jesús corrige varias veces el entusiasmo de las masas que querían proclamarle rey sobre la base de una interpretación política de la figura del Mesías prometido: cuando después de la multiplicación de los panes (Lc 16,1-15) la multitud se enfervoriza, «Jesús dándose cuenta de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo». Jesús no niega su realeza; pero ésta no es del signo que la esperaba el pueblo.

Le considera rey de este mundo, salvador de la necesidad social y económica; y así pasan por alto lo esencial: lo que Cristo trae es, ante todo, la redención de la necesidad religiosa y moral; su misión es llevar a los hombres a la auténtica relación con Dios. El pueblo desea bienestar terreno sin convertirse a Dios (Lc 6,26-27): por eso Cristo huye de él».

b)Ya en las proximidades de la Pasión, Cristo no se opone a la aclamación pública de su realeza («Bendito el rey que viene en nombre del Señor», Lc 19,38; cfr. Lc 12,13), pues de lo contrario romperían a gritar las piedras (Le 19,40); había llegado el momento de explicar el verdadero sentido de su realeza.

Es, en efecto, ante Pilato, donde Cristo proclamará solemnemente su carácter regio. Preguntado por el Procurador «¿Tú eres Rey de los judíos?» Él es el Rey de la Verdad, la Verdad misma (Lc 14,6). Su reino no entra, de suyo, en competición con los reinos de la tierra: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí» (Lc 18,36).

c)Cristo, constituido por la Resurrección «poderoso en espíritu de santidad» (Rom 1,4), toma posesión de su Reino: es entonces cuando tiene lugar su entronización gloriosa: «yo vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap 3,21). A la luz de la Resurrección, la Iglesia podrá cantar el misterio de Cristo glorioso que reina sobre la Cruz.

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Un resumen nos lo ofrece la siguiente declaración de la Enc. Quas primas: «Es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo, como hombre, el título de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de 1:1 que recibió del Padre la potestad, el honor y el Reino (Dan 7,13-14), porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con Él lo que es propio de la divinidad, y, por tanto, poseer, también como el Padre, el mismo imperio supremo sobre todas las criaturas».

Si la realeza de Cristo se apoya en la unión hipostática, es claro que Cristo, en cuanto hombre, es Rey universal desde el instante mismo de la Encarnación. Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido en la obra de la Redención: «fuisteis rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres no con algo caduco, oro o plata, sino con la sangre preciosa del Cordero sin tacha y sin mancilla: Cristo» (1 Ped 1, 18-19). Los cristianos, pues, ya no se pertenecen: hemos sido comprados «a gran precio» (1 Cor 6,20). Somos de Jesucristo: Él es el Señor, y nosotros, sus siervos.

Dice el Catecismo Romano, recogiendo una larga tradición que se remonta al mismo texto bíblico, que «al venir al mundo Jesucristo, nuestro Redentor, recibió el estado y las obligaciones correspondientes a los tres oficios de Sacerdote, Profeta y Rey, y por esta causa fue llamado Cristo, y fue ungido para desempeñar esos ministerios no por obra de algún mortal, sino por virtud del Padre de los cielos» (par1, cap. 3, n° 7).

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El carácter redentor, salvífico, del oficio real de Cristo nos da luz acerca de su modo de ejercicio. En el Rey de Reyes y Señor de señores se ha verificado de modo inaudito y eminente lo que, según J. Pinsk, presiente el corazón humano: que «lo propio del señor es hacer señorial al pueblo». Cristo ha hecho de nosotros un «linaje elegido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo redimido» (1 Pe 2,9).

El campo profundo del reinado de Cristo en la tierra lo constituyen las inteligencias, las voluntades y los corazones de los hombres (cfr. enc. Quas primas). El Reino de Cristo tiene en la Iglesia su núcleo, su revelación y su órgano: «Él mismo la rige, Él la defiende de la violencia y de las asechanzas del enemigo, Él mismo le impone leyes; Él mismo no sólo le da santidad y justicia, sino que le facilita medios para que se mantenga firme».

En el Conc. XI de Toledo: «Creemos que la Santa Iglesia, rescatada al precio de su sangre, reinará con Él por la eternidad; y que después del juicio, cuando el Hijo entregue el Reino a Dios Padre, nosotros seremos partícipes de su Reino; de este modo, gracias a esta fe por la que a Él nos unimos, con Él para siempre reinaremos» (Denz.Sch. 540).