Domingo de Pentecostés.
7 min read“¡El Espíritu del Señor llena la tierra!” Es el domingo de pentecostés, y la Iglesia exulta de gozo. La naturaleza participa también en la celebración: el bullir de nueva vida que se verifica en pascua ha llegado ahora a una profusión de flores y follaje. La primavera ha llegado a su apogeo y está a punto de dar paso al verano.
Pentecostés es una hermosa fiesta. El esplendor de su liturgia se puede apreciar por las palabras y la música de dos obras maestras: el himno Ven¡ Creator Spiritus y la secuencia Ven¡ Sancte Spiritus. El primero se canta en vísperas; el otro, en la misa. Ambos se dirigen al Espíritu Santo, invocándolo como creador y santificador.
Las solemnidades de este día conmemoran los acontecimientos del primer pentecostés, que san Lucas describe tan vivamente en los Hechos (2,1-11). El pequeño grupo de discípulos sintió un fuerte viento; luego las lenguas de fuego se posaron sobre cada uno de ellos; empezaron a hablar en lenguas extranjeras, y muchos de los observadores se convirtieron inmediatamente. Esos fueron los fenómenos que anunciaron la venida del Espíritu Santo en el primer pentecostés.
El Espíritu que “se cernía sobre las aguas” al inicio de la creación, el Espíritu que descendió como viento y fuego en la mañana de pentecostés, continúa viniendo y moldeando las vidas y los destinos de los hombres. En todas las épocas, la Iglesia ha experimentado la potente presencia y el suave influjo del Espíritu. En este día la iglesia celebra litúrgicamente su venida, y ruega para que siga viniendo a renovar la faz de la tierra y a encender en los corazones de los hombres el fuego de su amor.
En nuestros días, pentecostés ha adquirido una relevancia y actualidad mayores que las que tenía tiempo atrás. El concilio Vaticano II echó los cimientos para una mayor conciencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y de cada uno de los cristianos. Ahora tenemos más en común con nuestros hermanos de la Iglesia oriental, que siempre han profesado una gran devoción al Espíritu Santo. Podemos agradecerles el habernos recordado esta devoción.
Todo gran movimiento en el seno de la Iglesia ha de atribuirse al Espíritu Santo. El papa Pío XII describió el movimiento litúrgico como “soplo del Espíritu Santo en la Iglesia”. También el movimiento carismático muestra signos de la acción del Espíritu, preparando lo que el Cardenal Suenens describe como “un nuevo pentecostés”.
La palabra pentecostés (del griego pentekoston = el número 50) se refiere en ambos casos a una fiesta del día quincuagésimo. Para los judíos era y sigue siendo la fiesta que se celebra cincuenta días después de los ázimos o fiesta del pan sin fermentar. Era una fiesta de la cosecha, que incluía el ofrecimiento de primicias a Yahvé.
La recolección duraba siete semanas. La fiesta de los ázimos, al día siguiente de pascua, celebraba el comienzo de la siega de la cebada, y en ese día se hacía la ofrenda de la primera gavilla; pero la verdadera fiesta de la cosecha, en que las ofrendas de cereales se presentaban solemnemente al Señor, era pentecostés. Constituía una de las grandes ocasiones de peregrinación, para el pueblo judío.
Nuestra fiesta de pentecostés tiene lugar cincuenta días después de pascua, y el tiempo entre las dos fiestas está sembrado de celebraciones. La idea de cosecha y primicias puede relacionarse tanto con pascua como con pentecostés. San Pablo nos habla de Jesús como “primiicias” de la humanidad redimida: “primicias de los que mueren” (1 Cor 15,20). Su resurrección tuvo lugar cuando las primeras gavillas se estaban ofreciendo en el templo. También la fiesta de pentecostés, siete semanas más tarde, tiene carácter de fiesta de la cosecha. En ella el Espíritu Santo desciende como fuego para segar lo que queda del trigo y completar la recolección.
Pentecostés puede considerarse la fiesta de la nueva ley y de la nueva alianza promulgada por el Espíritu Santo. La venida del Espíritu Santo en pentecostés es consecuencia de la glorificación del Salvador, que se manifiesta sobre todo en su ascensión. Era necesario que Cristo volviera al Padre por su muerte y resurrección, para que pudiera ser enviado el Espíritu Santo. Jesús afirmó: “Si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros” (Jn 16,7).
Pentecostés ha sido designado a veces como “el sello”. El sello completa y autentifica una carta o documento. Pentecostés completa el misterio de la redención; pone el sello a la obra redentora de Cristo. San Pablo alude al Espíritu Santo como a un sello(sphragis); por ejemplo, en Efesios (1,13): “… Habéis sido sellados en el Espíritu Santo de la promesa…”
El Espíritu Santo es, en palabras del himno, “el don del Dios altísimo” (donum Dei altissimi). San Lucas, en su evangelio (11,13), recuerda que el don del Espíritu Santo será otorgado a aquellos que con humildad se lo piden al Padre celestial. El Espíritu Santo es el don del Padre que recibimos en el bautismo y cuyos templos somos. Los dones particulares, tan diversos, son sencillamente manifestaciones de su presencia.
La petición de la liturgia es que podamos poseer con mayor plenitud este don. “Llénanos de los dones de tu Espíritu”, pide la oración del sábado después de la ascensión; y el viernes de la semana siguiente decimos: “Que la recepción de dones tan grandes nos mueva a dedicarnos con mayor empeño a tu servicio y a vivir con mayor plenitud la riqueza de nuestra fe”. En este mismo contexto podemos recordar la cuarta plegaria eucarística: “(Cristo) envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo”.
El Espíritu Santo es el don del Padre y del Hijo. Los dones del Espíritu Santo: Escribiendo a la iglesia de Corinto, san Pablo trata de los dones espirituales (charismata), que eran muy evidentes en aquella comunidad. los dones nunca hay que buscarlos por sí mismos, sino en bien de la comunidad. Deben recibirse con gratitud y administrarse con cuidado y respeto a los demás. Su fin consiste en edificar y consolidar la comunidad cristiana, y no en colocar en un pedestal al propio portador del carisma.
Los carismas tomaban diferentes formas, algunas más bien espectaculares, especialmente el “don de lenguas” (glosolalia). San Pablo nunca rechaza ni menosprecia ninguno de estos dones. Si se usan con sabiduría, pueden servir para edificar el cuerpo de Cristo. Pero también pueden ser objeto de abuso, como era el caso en Corinto; donde el orgullo y la presunción estaban minando la unidad de la Iglesia.
En la misa de pentecostés pedimos precisamente el aumento de este amor. La antífona de entrada nos recuerda que: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que habita en nosotros”. El versículo del Aleluya es un grito al Espíritu de amor: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor. ¡Aleluya!” Y es en la eucaristía donde tenemos acceso al mejor de los dones, como dice la oración poscomunión: “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo que tan maravillosamente influyó en los apóstoles”.
Hay una diversidad de dones, pero el Espíritu que los inspira es uno; y el efecto de los dones, actuando todos juntos en armonía, ha de dar como resultado la unidad. Unidad en la diversidad es lo que debería caracterizar a la Iglesia. El Espíritu realiza la unidad y, donde ya existe, la perfecciona. Mientras los discípulos velaban en oración aguardando la llegada del Espíritu, ya estaban unidos en la esperanza y el anhelo. Se habían reunido “en un lugar”; en griego (epi to auto) existe la idea subyacente de que se habían reunido no sólo en un lugar, sino “con un mismo propósito”. Por eso estaban dispuestos a recibir este nuevo don de unidad y caridad que el Espíritu les iba a enviar.
Al recibir el Espíritu Santo, los apóstoles se convirtieron en hombres nuevos. Su temor se desvaneció y comenzaron allí inmediatamente a predicar la buena noticia a las multitudes congregadas en Jerusalén. Proclamaban las “maravillas de Dios” y “se agregaron aquel día unos tres mil”. Hay una relación clara entre el don del Espíritu y la misión de la Iglesia.
Es el Espíritu Santo quien inspira en los fieles el sentido de misión. Al igual que el apóstol Pablo, son conducidos por el “Espíritu de Jesús”. Movidos por su gracia, se sienten impulsados a compartir con otros lo que ellos mismos han recibido. Son portadores de la buena nueva para los demás hombres, haciéndoles conocer la fe y salvación que viene de Cristo.