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Domingo XI del Tiempo Ordinario. Ciclo B. (La debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su fuerza.)

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Jesús predicaba el Reino de Dios. Y su palabra despertaba el asombro de la gente y el odio de los fariseos. A estas parábolas se las suele llamar parábolas del crecimiento progresivo. En el texto se habla de tallos, espigas y granos. Ciertamente el Reino de Dios, como vida que es, tiene sus etapas de crecimiento y desarrollo. Viene bien destacar este dinamismo y camino hacia la madurez de la fe y de la vida cristiana.

En la primera parábola, la atención se centra en el dinamismo del sembrado: la semilla que se echa en la tierra, sea que el agricultor duerma o sea que esté despierto, crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso.

images-2Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la creencia en el poder de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, del trabajo fecundo de Dios en la historia.

Él es el Señor del Reino, el hombre su humilde colaborador, el que contempla y disfruta de la acción creadora divina y espera pacientemente los frutos. La cosecha final nos recuerda la intervención final de Dios al final de los tiempos, cuando Él establecerá a plenitud su Reino. El momento actual es el momento de la siembra, y el crecimiento de la semilla está asegurada por el Señor.

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Todo cristiano, por tanto, sabe que debe hacer todo lo posible, pero que el resultado final depende de Dios: este conocimiento lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. En este sentido, escribe san Ignacio de Loyola: “Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo muy bien que en realidad todo depende de Dios”

El protagonista de la primera parábola es la semilla. No tanto el labrador o la calidad del terreno. La semilla tiene dentro de sí una fuerza (“virtus”, “dynamis”) que es la que la hace germinar, brotar, crecer, madurar… Cuando en nuestro actuar humano hay una fuerza interior, la eficacia puede crecer notablemente.

Pero cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente. El hombre puede y debe colaborar, pero la fuerza es de Dios.

La semilla tiene su ritmo. Tal vez alrededor de Jesús también había quien quería ver frutos inmediatos, y él les remite a esta comparación expresiva: la semilla dará su fruto, pero lentamente. La semilla es la palabra de Dios, el sembrador es Cristo; quien lo encuentra vive para siempre. La semilla es la cosa más débil, pero también la más fuerte.

El sabe que la palabra de Dios es eficaz: es “como el fuego y cual martillo que despedaza la piedra” ( Jr 23, 25). Es como la lluvia y la nieve que desciende del cielo, empapan y fecundan la tierra. Es la palabra que sale de la boca de Dios y no vuelve a él vacía (Is 55,10). Jesús ha sembrado a voleo la palabra de Dios y su palabra ha caído en todas partes: sobre la tierra dura del camino, en los ribazos yermos llenos de espinas, entre piedras y también en tierra buena.

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El Reino de Dios no es otra cosa que el “reinado” de Dios en los hombres, esto es, la obediencia de los hombres a la palabra de Dios. Esta es la cosecha que Jesús espera de su predicación y para ello confía plenamente en la eficacia de la palabra de Dios.

El mismo es todo el Reino de Dios: Porque él es la plenitud de la obediencia al Padre, él se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, en él se cumple toda la Ley y los profetas, en él se realizan todas las promesas de Dios.

El “sueño” del sembrador significa particularmente la prioridad de esta acción divina, sobre todo para quien recuerda el valor simbólico que Marcos da a este término, como lo atestigua esta frase de Jesús: “La niña no ha muerto; está dormida” (5, 39).

El sueño es imagen de la muerte. Según lo que queda dicho, por más que el sembrador se duerma en la muerte, sin embargo el Reino sigue creciendo; y cuando viene el despertar de la resurrección, es que “la cosecha está a punto”. El poema presentado como primera lectura, tiene algunas características de ese pensamiento apocalíptico en el que está inspirado el evangelio.

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La segunda parábola utiliza también la imagen de la semilla. Aquí, sin embargo, es una semilla particular, el grano de mostaza, considerado el más pequeño de todas las semillas. A pesar de lo pequeño, sin embargo, está lleno de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el suelo, de salir a la luz solar y de crecer hasta convertirse en “la más grande de todas las plantas del jardín” (cfr. Mc. 4,32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su fuerza.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa claramente el misterio del Reino de Dios. En las dos parábolas de hoy esto representa un “crecimiento” y un “contraste”: el crecimiento que se produce debido al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce.

El mensaje es claro: el Reino de Dios, incluso si requiere nuestra cooperación, es ante todo un don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si entra en aquella de Dios no teme a los obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace que todas las semillas germinen y hace crecer cada semilla de bien diseminada en el suelo.

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Esta segunda parábola, que es la que empalma con la lectura de Ezequiel, nos presenta otro aspecto del estilo con que Dios conduce la historia de la salvación, o sea, el Reino. Los medios más humildes, los orígenes más sencillos son los que él prefiere para realizar su obra salvadora. La comparación de Ezequiel nos recuerda el fracaso del árbol grande y orgulloso que había sido Israel, y que es tronchado.

Tanto la Palabra de Dios, semilla fecunda y vigorosa, como el Cuerpo y Sangre de Cristo, el alimento que Cristo nos da como garantía y semilla de vida eterna en nosotros, tienen mucho de oculto, son elementos sencillos, pero con una eficacia salvadora.

La parábola nos invita también a la paciencia, a saber esperar el tiempo del crecimiento y el tiempo de la siega, a saber juzgar también en su justo valor los acontecimientos que afectan a la Iglesia. A veces podemos tener la impresión de que el Señor se desinteresa por su Iglesia, que está ausente.

En la Parábola del grano de mostaza es recogida por los tres sinópticos, aunque en lugares históricos distintos. Mientras Mateo y Marcos la colocan en la jornada del lago, Lucas la sitúa más adelante. La mostaza es una planta muy común en Palestina, llegando en las zonas calurosas, como los alrededores del lago y riberas del Jordán, a alcanzar las dimensiones de un árbol de tres o más metros de altura.

Las dos parábolas de este evangelio coinciden en la importancia de la semilla, sumamente activa, pero muy pequeña en comparación con la abundancia de la cosecha final. El reino de Dios crece lentamente, «sin saber cómo».

El final de la cosecha es abundante. De tiempo en tiempo, en época de siega, hay una febril actividad: lo sembrado produce sus frutos; la abundancia está asegurada. La liturgia de hoy nos ofrece dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc. 4, 26-34). A través de imágenes del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del Reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.