San Antonio, Abad († 356)
6 min readP. Jorge Nelson Mariñez Tapia.
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Antonio Abad nació en el pueblo de Comas, cerca de Heracleópolis Magna, en el Bajo Egipto. Conocemos la vida del abad Antonio, cuyo nombre significa “floreciente” y al que la tradición llama el Grande, principalmente a través de la biografía redactada por su discípulo y admirador, san Atanasio, a fines del siglo IV.
Sus padres, que acababan de morir, habíanle dejado una copiosa herencia y el cargo de tutelar a una hermanita menor. Un buen día Antonio entra en la iglesia y escucha del sacerdote las palabras evangélicas: “Ve, vende lo que tienes. dalo a los pobres…”
Fue a los seis meses de quedar huérfano, deja sus tierras y posesiones a sus convecinos; vende todos sus muebles, reservando solamente lo necesario para el sustento de su hermana. Pero otra vez escucha en la iglesia la voz del Evangelio que le amonesta a no atesorar para el día de mañana, dejando a Dios todo cuidado.
Se despoja definitivamente de todo, confía su hermana a un grupo de vírgenes que observaban los consejos evangélicos viviendo en común y, rompiendo todas las cadenas que le sujetaban al mundo, a imitación de un asceta que vivía a las afueras del pueblo, comienza en una a modo de ermita vida retirada y ascética.
Luchaba Antonio con todas sus fuerzas por adelantar en el camino emprendido. Frecuentaba el trato de los ascetas vecinos, codicioso de aprender de ellos los secretos del reino de Dios, de imitar sus virtudes. Comenzó a extenderse su fama. Sí es cierto que todos los santos brillan con fulgor espiritual propio, parece que a San Antonio quiso elegirle Dios para enseñarnos a los demás hombres a luchar contra el demonio.
Siguiendo el consejo evangélico se da a la oración y al ayuno. Come una vez al día solamente. Pasa las noches en vigilia. Dentro de semejantes luchas y trabajos, Antonio siente en el alma una potente voz interior: la llamada de la soledad absoluta. Había aprendido cuanto los demás podían enseñarle; era capaz ya, sin temeridad alguna, de verse a solas con Dios. Huye hacia los montes líbicos. Encuentra una tumba vacía. Un amigo se presta a llevarle de cuando en cuando el alimento imprescindible.
El demonio redobla sus ataques, causando a veces ruidos tan fuertes que daban espanto. Se le aparece bajo la forma de terribles fieras que le originan sufrimientos indecibles; con el aspecto de hermosas mujeres que le invitan a la fornicación.
Su fama le ha venido siguiendo y los hombres tornan a molestar su quietud. Otra vez vuelve a sentir la apremiante llamada de la soledad. Pasa a la orilla derecha del Nilo. En Pispir, cerca de Der – e l – Meimun, en un repliegue de los montes arábigos, encuentra una vieja fortaleza abandonada en medio de un espantoso desierto, sí bien provista de abundante agua. El edificio estaba infectado de serpientes, que huyen a su sola presencia. Convino Antonio con un amigo que le trajese pan dos veces al año.
Inmediatamente procedió a defender su soledad levantando un muro que le aislase por completo de la vista y trabo de los hombres, de tal forma que ni aun hablaba con su amigo, quien le arrojaba el pan por encima del muro y de igual forma recogía las espuertas que hacía Antonio para huir de la ociosidad con el trabajo de sus manos. Tenía nuestro asceta treinta y cinco años y corría el 285 de nuestra era.
Sus familiares iban muchas veces a verle para hablar con él; las gentes venían a pedirle consuelos, consejos, milagros. Juntamente con esto sentía redoblarse los ataques del diablo. Los ecos de sus luchas eran tan fuertes y ruidosos, que llenaban de pavor a los viandantes que pasaban cerca del lugar.
Todo él respiraba serenidad e íntima pureza. Pronto se llenó la montaña de hombres que iban a pedirle alientos y fuerzas para llevar una vida semejante a la suya. La montaña se llenó de ermitaños. Constantemente resonaban en ella las divinas alabanzas. Se practicaba una pobreza heroica, una caridad perfecta.
Los eremitas vivían solos, o en pequeños grupos. Antonio nunca fue, propiamente, su superior; era, simplemente, una norma de vida, un ejemplo a imitar. Curaba enfermos, expulsaba demonios, enseñaba a amar al prójimo con perfección; amaestraba en la lucha contra el diablo, cuyos ardides y la forma de protegerse de ellos conocía perfectamente.
San Atanasio, que fue su discípulo, nos ha recogido su doctrina en forma de un largo discurso: Antonio enseñaba que la meditación de los novísimos fortalece al alma contra las pasiones y el demonio, contra la impureza. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Para luchar contra el demonio son infalibles la fe, la oración, el ayuno y la señal de la cruz. El demonio teme, enseñaba, los ayunos de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la mansedumbre, la paz interior, el desprecio de las riquezas y de las glorias vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y, sobre todo, el ardiente amor a Cristo.
Enseñaba a preferir sobre todas las cosas la caridad. Así, cuando en el 311 estalló la persecución de Maximino, Antonio voló a Alejandría con algunos de sus monjes para fortalecer a los perseguidos por la fe y compartir con ellos el martirio. Sabía que Dios le aguardaba en el desierto, lejos, muy lejos de todo.
Habían caminado hacia Oriente, hacia el mar Rojo. Muy cerca ya de éste, en el monte Qolzoum, encontraron un pequeño oasis lleno de palmeras y con alguna tierra laborable. Allí quedó Antonio. Era el año 312; acababa de fundar lo que había de llamarse monasterio de Deir – el – ‘Arab.
Los beduinos le proporcionaron una azada y algunas semillas. Algunos discípulos, que no tardaron en visitarle a pesar de los horrores del desierto, le llevaron trigo. Antonio se preocupó de sembrar un trozo de tierra, a fin de poder ayudar a los peregrinos y visitantes. Allí permaneció absolutamente solitario durante dieciocho años, hasta quince antes de su muerte, en que admitió la presencia estable de sus dos discípulos Amathas y Macario.
La vida del Santo en los años siguientes se revela extraordinaria. Uno de éstos fue San Atanasio, el campeón de la ortodoxia oriental contra los arrianos, quien más tarde escribió su vida, contribuyendo con ello a esparcir por el mundo los ideales de nuestro asceta. Allí le escribió el emperador Constantino pidiéndole sus Oraciones.
Allí refutó filósofos griegos y herejes arrianos, quienes atraídos por su fama y por la circunstancia de que Antonio era analfabeto, fueron a probar su sabiduría.
Antonio se había convertido casi en personaje de leyenda. La fama de sus milagros. de sus doctrinas, de sus austeridades, la noticia de su extremada soledad, habían llenado el mundo de Oriente. Pasaron los años, subido en la contemplación de las noches del desierto, que tan extraño poder tienen para llevar las almas a Dios, para excitar el deseo de los bienes eternos.
Probablemente en el año 355, último de su vida (otros señalan el 338, a la vuelta del primer destierro de San Atanasio), fue a visitar a éste en Alejandría. para animarle y sostenerle con su autoridad legendaria en la lucha contra los arrianos y melecianos. Es indescriptible la impresión que su presencia y sus milagros causaron en la ciudad, donde convirtió muchos herejes e infieles.
Finalmente, el 17 de enero del 356, luego de haber anunciado su muerte, haberse hecho prometer por sus dos discípulos que a nadie revelarían el secreto de su tumba, a fin de evitar honores póstumos; luego de haberles exhortado a la pureza de la fe, entregó su alma a Dios. Antes quiso legar a San Atanasio su túnica de piel de carnero y el antiguo manto que el mismo Atanasio le había regalado y que durante muchos años le había servido de lecho y abrigo. Otro manto dejó a Serapión, obispo de Thmuis. Con ello simbolizaba su unión con la jerarquía y el espíritu de su neta ortodoxia.
Fuente: Fray Pedro de Alcántara, O. F.M.