Domingo XV del Tiempo Ordinario. Ciclo A. “Así será la Palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía…” (Is 55,11).
5 min readEn la lectura que vamos haciendo de San Mateo, empezamos hoy el capítulo 13, en el que Jesús habla en parábolas. En el leccionario este capítulo está repartido en tres domingos.
La liturgia de este día se mueve en verdad, que se subraya la eficacia de la Palabra de Dios. Todo aquello que Dios dice es verdadero y encontrará su cumplimiento en el momento oportuno. Ella, la Palabra de Dios, desciende desde el cielo como lluvia que empapa y fecunda la tierra (1L).
Hoy comenzamos con la parábola del sembrador. Es como la parábola-modelo. En las parábolas hay una gran dosis de realismo de lo que es la vida humana. Y, a este realismo que Jesús recoge, se aporta una gran dosis de esperanza, y esta es la gran noticia, es el “Evangelio”. Me parece que las lecturas de hoy, por encima de todo, nos piden eso: un acto de fe.
Así es la palabra de tu boca. Agua que baja del cielo con una potencialidad concreta, con una fuerza determinada, con una misión que cumplir. Unas veces será agua buena que salva y da vida, otras agua fatídica que condena y mata. Sea lo que fuere tu agua, Señor, tu palabra no se quedará baldía, conseguirá el resultado propuesto.
Este pasaje de la primera lectura del Profeta Isaías es un himno a la eficacia de la Palabra de Dios materializada a la manera semítica. El Deutero-Isaías se expresa con fuerza con objeto de estimular el valor de sus compatriotas desmoralizados.
El exilio fue para ellos un duro golpe, no sólo desde el punto de vista religioso. Tienen la impresión de que el Señor ya no les es fiel y que sus promesas quedan sin cumplir. De este modo se entienden mucho mejor los acentos de la profecía. La eficacia de la Palabra es subrayada de un modo muy notable. La Palabra es dada benévolamente por el Señor y, por tratarse del Señor, es eficaz. El poder de Dios, por consiguiente, es siempre eterno, aun cuando en ciertos momentos su eficacia parezca comprometida.
Esta lectura del Antiguo Testamento viene a iluminar la del evangelio. La parábola del sembrador, balance de la situación de la Iglesia y de la eficacia misionera, no debe llevar al pesimismo, sino, por el contrario, despertar la confianza en la palabra de Dios. El Profeta proclama la soberana e inefable seguridad de la Palabra de Dios.
La acequia de Dios va llena de agua, dice el texto sacro. El salmista canta emocionado al Señor, impresionado ante el magnífico espectáculo que se extiende ante sus ojos: surcos que abren la tierra y reflorecen en anchos sembrados, verdes plantaciones que se alzan en pleno verano bajo la caricia de las aguas que se deslizan por los arcaduces y canales. En definitiva es Dios quien hace posible la fecundidad de las tierras.
Isaías compara la palabra de Dios con el agua de lluvia que no cae en vano sobre los campos, sino que los fecunda para que den pan al sembrador. Y Jesús nos dice que es como una semilla, pequeña e insignificante en apariencia, como un grano de mostaza o de trigo, pero llena de vida y cargada de promesas.
Los Profetas personifican la Palabra de Dios, el Decreto o Plan de Dios, para con esto dar realce a su energía omnipotente. El Libro de la Sabiduría nos lo dice con expresiones muy gráficas: “Tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real, empuñando como cortante espada tu decreto irrevocable” (Sab 18, 14).
Todos sabemos que una de las características de la predicación de Jesucristo es la de utilizar Parábola. Lo que quizá ya nos cuesta más es captar su importancia. Jesús, en la parábola del sembrador, quiere inculcarnos por encima de todo la fe en la Palabra, la fe en la semilla del Reino. Lo importante es la semilla. Quien da fruto es la semilla y no la tierra. Además, como se desprende del texto de Isaías, la Palabra de Dios tiene fuerza en sí misma para suavizar y abonar la tierra. Por eso jamás faltará tierra buena que dé fruto.
San Pablo nos habla de la certeza y de la riqueza de nuestra Salvación: De esta perfecta Salvación tenemos ahora como prenda y garantía. El cristiano es un peregrino que camina hacia la Gloria del Padre. Los sufrimientos y pruebas del camino no guardan proporción con la gloria que se le prepara y que un día se manifestará.
Jesús es el maestro; también lo es en la forma de mirar la naturaleza. En los Evangelios hay numerosos pasajes que lo presentan inmerso en el entorno natural y, si prestáis atención, podréis percibir en su comportamiento una invitación clara a una actitud contemplativa hacia las maravillas de la creación. Este es el caso, por ejemplo, en el Evangelio de este domingo. Vemos a Jesús sentado en la orilla del lago Tiberíades, casi absorto en la meditación.
Jesús es la Palabra que guarda el significado de todo lo que existe. Es la Palabra en la que descansa el «nombre» de todo, desde la partícula infinitesimal hasta las inmensas galaxias. Él mismo es entonces la «Parábola» llena de gracia y verdad (cf. Jn 1, 14), con la cual el Padre se revela a sí mismo y su voluntad, su misterioso plan de amor y el significado último de la historia ( cf. Ef 1, 9-10). En Jesús, Dios nos contó todo lo que tenía que contarnos.
En el fondo, la verdadera «Parábola» de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, oculta y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en él, sino que nos atrae hacia sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de hecho, el amor respeta siempre la libertad.
El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose: echa la semilla. Él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto. ¿Y cómo puede dar fruto? Si nosotros lo acogemos. Por ello la parábola se refiere sobre todo a nosotros: habla efectivamente del terreno más que del sembrador. Jesús efectúa, por así decir una «radiografía espiritual» de nuestro corazón, que es el terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra.
Es Cristo Señor la Palabra de Dios. Es la Palabra que obra y cumple todas las cosas: «La Palabra divina, por tanto, se expresa a lo largo de toda la historia de la salvación, y llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios» (Ex. Apost. Verbum Domini, n. 7).