Vie. Abr 26th, 2024

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Domingo III de Pascua. Ciclo B. Domingo de las Apariciones.

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Las tres lecturas de hoy contienen alusiones directas al perdón de los pecados: “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (I lectura); “El es víctima de propiciación por nuestros pecados” (II lectura); “en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén” (III lectura). A primera vista, quizá parezca rara esta insistencia en el perdón de los pecados en pleno tiempo de Pascua.

La escena que presenta hoy san Lucas tiene muchos puntos de contacto con la que el pasado domingo nos ofrecía san Juan: en el marco de una reunión fraternal de los discípulos, Jesús se manifiesta vivo, les convence de la realidad de su resurrección, y les confía la misión de anunciar la buena noticia a todos los pueblos.

La Pascua no es sólo la alegría por la resurrección. Tiene consecuencias muy dinámicas en nuestra vida. Celebrar la Pascua es aceptar la victoria de Cristo: su muerte y resurrección son el gran juicio de Dios contra el mal.

El pecado sigue existiendo, también en nosotros, como una realidad anti-pascual siempre reincidente. Pero Cristo Resucitado es el vencedor, el abogado defensor (2a. lectura: más aún, el que ha pagado por nosotros, la “víctima de propiciación”). “En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (evangelio). “Jesús” significa, precisamente, “Dios salva”.

La fracción del pan es un signo de la Pascua, una prueba de Cristo resucitado. Fue el argumento decisivo para los discípulos de Emaús.

La fracción del pan es el núcleo de nuestra celebración eucarística. En la última cena Jesús partió el pan, dándole un significado profundo de presencia y entrega. Cada vez que vosotros lo hagáis, anunciáis mi entrega hasta la muerte. El pan que se parte soy yo.

La primera lectura de hoy es el segundo discurso de Pedro en los Hechos de los Apóstoles, el segundo discurso kerigmático, después del de Pentecostés, porque «proclama» con claridad la fuerza del mensaje pascual: la muerte y resurrección de Jesús.

La ocasión es la curación extraordinaria de un cojo, alguien que está impedido de andar, como si el evangelista Lucas, que tanto interés ha puesto en el camino, en el seguimiento, quisiera decirnos que la resurrección de Jesús hace posible que todas las imposibilidades (físicas, psíquicas y morales), no fueran impedimento alguno para seguir el camino nuevo que se estrena especialmente por la resurrección de Jesús.

Es un discurso en el que se pone de manifiesto que el Dios de los «padres», el Dios de la Alianza, el Dios de Israel, es el que hace eso, no otro dios cualquiera. Que si quieren ser fieles a las promesas de Dios, el único camino es el de Jesús muerto y resucitado.

La segunda lectura, al igual que el domingo pasado, insiste en los mandamientos de Jesús para vencer al pecado. La comunidad joánica se enfrenta con el “pecado del mundo”, le abruma, y el autor pone ante sus ojos la muerte redentora de Jesús como posibilidad excepcional de la victoria sobre el mismo.

La lectura del texto lucano quiere enlazar, a su manera, con el del domingo pasado (el evangelio de Tomás), ya que todo el capítulo lucano es una pedagogía de las experiencias decisivas de la presencia del Viviente, Jesús el crucificado, en la comunidad.

El que se mencione en esta escena el reconocimiento que hicieron los discípulos de Emaús al partir el pan, viene a ser una introducción sugerente para dar a entender que el resucitado se «presenta» en momentos determinados entre los suyos con una fuerza irresistible.

Pedro muestra la continuidad entre el Dios de Abraham, el Dios de Issac, el Dios de Jacob y el Dios que ha glorificado a Jesús. Ninguna ruptura entre las promesas hechas por Dios y la realidad actual; por el contrario: un cumplimiento cabal y perfecto del plan de Dios, de su pacto de amor con los hombres llevado hasta el amor extremo (1L).

Gracias a la muerte de Jesús y a su resurrección tenemos el perdón de los pecados. Él es propiciación por nuestros pecados nos dice san Juan en la segunda lectura (1L).

Allí donde se anuncie el misterio de Cristo, el misterio de su muerte y su resurrección, debe anunciarse el perdón de los pecados y la necesidad de la conversión. Así, pues, nos encontramos ante un mensaje con una doble valencia: por una parte el gozo de saber que todas las profecías se han cumplido en Cristo Jesús, en su muerte y su resurrección; por otra parte, la necesidad de arrepentimiento y conversión por nuestros pecados.

Dios que había hecho al hombre por amor, quiere devolver al hombre la vida que éste había perdido pecando. Dios quiere restaurar en el hombre la imagen primitiva. Para realizar esta obra de redención, de restauración elige un camino largo y penoso: su encarnación, su nacimiento, su vida, su pasión, muerte y resurrección. Dios quiso salvar al hombre mediante el misterio inescrutable de la encarnación. ¡Misterio de Dios! ¡Maravilloso misterio de Dios que nos rescató haciéndose hombre e incorporándonos a la naturaleza divina! De forma bella y profunda dice san Gregorio de Nisa:

«Aquel que es eterno no toma sobre sí el nacimiento carnal porque necesita la vida, sino para llamarnos nuevamente de la muerte a la vida. Puesto que era conveniente que se hiciese la resurrección de toda nuestra naturaleza, (Cristo) tendiendo la mano al caído, y mirando a nuestro cadáver, se acercó tanto a la muerte cuanto supone haber asumido la mortalidad y haber dado a la naturaleza el principio de la resurrección, al haber resucitado con su propio poder a todo el hombre». Or. Cat. XXXII, PG 45, 80 A

El Evangelio nos permite asistir a una de las muchas apariciones del Resucitado. Los discípulos de Emaús acaban de llegar jadeantes a Jerusalén y están relatando lo que les ha ocurrido en el camino, cuando Jesús en persona se aparece en medio de ellos diciendo: «La paz con vosotros». En un primer momento, miedo, como si vieran a un fantasma; después, estupor, incredulidad; finalmente, alegría. Es más, incredulidad y alegría a la vez: «A causa de la alegría, no acababan de creerlo, asombrados».

El pasaje que escuchamos nos narra tres acciones que realizó Jesús en esa reunión: se les apareció, habló con los discípulos, y comió con ellos. Esas mismas acciones las realiza Jesús resucitado en cada una de nuestras reuniones, en cada Misa.

El Evangelio narra que se les apareció. Concretamente dice que “se presentó Jesús en medio de ellos”. Cada vez que nos reunimos, él está  presente, pues dijo que donde dos o tres se reúnen en su nombre él está presente en medio de ellos (Mt 18, 15)

En la  Liturgia de la Palabra escuchamos las Escrituras para descubrir a Jesús, para comprender qué quiere decirte a ti hoy y ahora.

Lo que hicieron los apóstoles fue hablar con él. Escucharlo, pero también decirle cosas. En la Misa puedes hablarle. No solo repetir los textos litúrgicos que corresponden, sino con el corazón alabarlo, darle gracias, y pedirle. Como escuchamos en el salmo, él se apiadará y escuchará nuestra  oración.

Cuando comulgas, parece que comiste pan, pero realmente tienes dentro de tu boca, en tu estómago, el mismo cuerpo que se engendró en el vientre de María, que fue colgado en una cruz, que murió y resucitó.

La Iglesia nos pide que comulguemos, por lo menos, una vez al año, por Pascua. Ojalá lo podamos hacer más seguido, para vivir continuamente la experiencia de encontrarlo, de tocarlo con nuestra lengua, como invitó Jesús a los apóstoles, y de comerlo a él.

Jesús les dijo a los apóstoles que ellos eran testigos. A nosotros Jesús nos pide que seamos testigos de su resurrección, como a los apóstoles. Un testigo es quien presencia algo engañen los sentidos, realmente presenciamos su pasión, muerte y resurrección en cada Misa. Nos encontramos con el resucitado en el pan y en la palabra.